Antonio Fernández Vicente, Universidad de Castilla-La Mancha
Creía el poeta y filósofo italiano Giacomo Leopardi que nuestro destino es ser infelices. Contra el pensamiento positivo y optimista, leer al poeta romántico implica cuestionar los lugares comunes de nuestra época. ¿A qué clase de felicidad podríamos aspirar?
La soberbia
Como resultado de una trágica paradoja, ansiar la felicidad puede ser el camino más seguro hacia el infortunio. A mayores deseos, mayor desdicha. Y, sin duda, el ego envanecido rebosa deseos. Como leemos en uno de los Cantos de Leopardi, tal vez la infelicidad sea la consecuencia de la soberbia y la ambición disparatada del ser humano:
“Natura humana, ¿cómo, si polvo y sombra eres, si eres frágil y vil, sientes tan alto?”
Frente a la vastedad del infinito, ¿por qué creer que el mundo todo ha sido creado para nuestro uso y deleite? En este océano inabarcable, ¿somos tan importantes como creemos ser? Si el amor propio exacerbado y el egoísmo son las formas de ser idealizadas, la más profunda infelicidad impregnará nuestra época:
“Por amarte necesariamente con el mayor amor del que eres capaz, necesariamente deseas todo lo posible la felicidad propia; y no pudiendo nunca ser satisfecho este deseo tuyo, que es sumo, resulta que no puedes huir por ningún medio de no ser infeliz”.
La mala estrella
¿Es la infelicidad el destino exclusivo de quienes han nacido bajo una mala estrella? ¿Depende la felicidad de haber contado con mayor fortuna en el reparto de alegrías y calamidades?
La vida de Leopardi no fue precisamente afortunada. Un entorno familiar atribulado, severos problemas de salud y desengaños amorosos en extremo crueles impregnaron sus escritos de la palabra felicidad como el estado ideal que sólo resulta ser un sueño: “Tan imposible el vivir de alguna manera sosegado como el vivir inquieto y sin molestias”.
Pensaba el poeta que desde el nacimiento la vida no es más que un lento marchitar. ¿No caeremos en desgracia en algún momento de nuestras vidas? ¿No depara el destino alguna alegría por ínfima que sea? Ni la alegría ni el dolor son eternos. Quien no sufre, ni vive ni conoce el valor del regocijo.
La culpa de no ser feliz
A menudo ocurre que la obligación de ser felices, o al menos parecerlo, se instala en nuestras rutinas como algo categórico. Esta veleidosa felicidad, fundada en el desarrollo personal, el culto al éxito y la satisfacción consumista, puede conducir a la frustración y a la culpabilidad.
Culpable de ser infeliz. Esta culpa jamás afectó a Leopardi. El mundo es como es, con sus miserias humanas y naturales, no como debería ser. Así es como la naturaleza manifiesta su cruel indiferencia respecto a nuestra suerte:
“¡Oh, cuántas ansias, pobre infeliz, y qué infinita serie de amargas pruebas a tu descendencia reservan los destinos!”
Ilusiones
¿Dónde podría radicar el remedio a la infelicidad? Quizás en la ilusión, o en la imaginación, o en los sueños, por más que trágicamente seamos conscientes de que sólo son quimeras. Resultaría imposible vivir sin las promesas de felicidad que clamaba el escritor francés Stendhal, augurios de una vida plena en el porvenir.
Leopardi era feliz en la ilusión, un término que proviene del latín illusio, cuyo significado es engaño. Antes o después la experiencia y sus verdades nos desenamoran del mundo. Por eso, para ser feliz hay que mentirse a sí mismo. La viva esperanza es también una quimera.
Existe una necesidad por mantener el espejismo de un mundo perfecto o en vías de perfeccionarse. Por eso preferimos escuchar a quienes prometen castillos en el aire y silenciar a quienes con terribles verdades nos desengañan. ¡Que nadie rompa el hechizo! ¡Que el delirio hermoseador se perpetúe!:
“Los placeres más ciertos que tiene nuestra vida son los que nacen de imaginaciones falsas”.
En lugar de llorar por las penas, Leopardi encontraba cierto consuelo en la risa. Decía en sus Pensieri que “el mundo no ama el llorar, ama el reír”. Leemos así también en sus Operette morali que:
“El reír de nuestros males es el único provecho que se pueda obtener, y el único remedio que tenemos. Dicen los poetas que la desesperación tiene siempre en la boca una sonrisa”.
Amor y belleza
¿Y si una vía para la felicidad fuese el amor? El amor para Leopardi se siente en lontananza. Si escudriñamos de cerca desaparece la ilusión, pues el ideal siempre está en desacuerdo con la realidad. Al fin y al cabo, el ser humano es imperfecto y amar consiste en abstraer las imperfecciones.
Así también la belleza es una ilusión que enmascara lo grotesco. ¡Si el mundo fuera como lo imaginaba Matisse! Pero aunque el amor y la belleza no fueran más que ilusiones, nos arraigan y dan algún rumbo en la vida.
Las pequeñas felicidades
Si la felicidad no fuese posible, ¿cuál sería nuestro papel en el mundo? Conservar la propia vida y servir de inspiración a los demás. Quizás hallar un propósito digno para nuestros días, un objetivo loable que nos alejase del tedio y del vacío. Éstas eran para Leopardi formas de encontrar sentido a un mundo despiadado.
Si la felicidad no fuese posible, al menos podríamos apreciar las pequeñas alegrías que Marc Augé nos aconsejaba guardar como un tesoro. Pequeñas alegrías pese a todo. Cabría entonces ignorar el luminoso rótulo de la Gran Felicidad y aspirar con humildad a las pequeñas felicidades, como leemos en el Zibaldone:
“Quien sabe alimentarse de las pequeñas felicidades, recoger en su alma los pequeños placeres que ha experimentado durante el día, dar peso en su interior a las pequeñas fortunas, pasa la vida fácilmente, y si no es feliz, puede creerlo y no darse cuenta de lo contrario”.
Antonio Fernández Vicente, Profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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