por Pilar Úcar
Hoy va de macarras literarios con cierto aire de intelectualidad; existen auténticos matones en la literatura propia y ajena (por lo de foránea). Calixto, don Juan, don Fermín de Pas, Cyrano, Gatsby, Edmundo Dantés…lucen en común más allá del carácter “fingido” como criaturas de su propio demiurgo, la palabra. Un dominio plenipotenciario del verbo florido, de expresiones grandilocuentes y magnificadas por su saber intelectual en mayor o menor grado. Porque algo sí sabían, tenían cultura y letras, que nos es poco. Al margen de simpatías personales, todos eran unos matones intelectuales; corresponden al perfil psicológico de tipos deleznables, malévolos, que configuran su farsa vital llevados por un notable complejo de superioridad y que exhiben frente a incautos (la mayoría de veces féminas) a los que acusan de estulticia, irreflexión e inmadurez: ahí están ellos para enseñar, para dar lecciones, a lo Pigmalión (otro carácter que se las trae también). Alardean de recorrido experiencial, de batería lingüística, la palabra como arma de convencimiento para vencer. Les asiste la razón, por supuesto, desde su ombliguismo, el resto no tiene ni voz ni voto: “¡¡cuán largo me lo fiáis!!”
Para no acabar agotado ni agostado frente a elementos de esa calaña -Melibea, doña Inés, o Ana de Ozores, sucumbieron por esos pingajos ilustrados y privilegiados-, la indiferencia, es decir, la no palabra; vale más una retirada a tiempo que ofrecer el pecho y la réplica. Su tramoya argumentaria es de tal calibre, un traje a medida según vayan dadas las hechuras, que poco se puede hacer para descoserlo. El mundo paga las carencias del niño atontolinado y caprichoso en cuerpo de adulto que diseña su hoja de ruta al milímetro. Valentón y polemista porque sí; reventador, distónicos y narcisistas, arteros. Pies…¿¡para qué os quiero!?: huir de esos dramatis personae que la literatura ha pergeñado.
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