
Eduardo Montagut
El que fuera el primer ministro de Instrucción Pública en la República, el maestro y destacado político republicano Marcelino Domingo, publicó en El Mercantil Valenciano, el 26 de julio de 1935 un artículo titulado, “Ha de convertirse España en una Escuela”, donde analizaba la Memoria correspondiente al año 1934 de la Junta de Intercambio y Adquisición de libros para Bibliotecas públicas, un organismo creado por el mismo cuando fue ministro. Pero aquí nos interesa la comparación que hace entre las Bibliotecas de la Monarquía con las de la República en el primer Bienio, un material poco conocido de un personaje fundamental. Por eso lo rescatamos en este trabajo.
“La Biblioteca en la Monarquía
“Poco representaba en España la escuela; menos todavía la biblioteca. El Estado monárquico, del problema que se sentía más distante era del problema de la escuela. La creación o disposición de la biblioteca no constituía problema para él. No es que el Estado no adquiriese libros y no los repartiera. Los adquiría y los repartía. Yo vi el depósito de libros que había en el Ministerio de Instrucción pública. ¿Qué libros eran? Eran, sencillamente, éstos: las ediciones invendibles cuyos autores habían sabido pordiosear o habían encontrado un ministro fácil o munificiente que adquiriera en nombre del Estado lo que el lector particular no quería adquirir. Aunque se hubiera pegado fuego a todo aquel depósito de libros, la cultura no habría perdido absolutamente nada. Antes de ver el depósito, había conocido yo, en mi peregrinaje por España, las bibliotecas que a las escuelas, Ayuntamientos, Ateneos o centros recreativos donaba el Estado. Eran bibliotecas muertas. Nichos de libros. Sepulcros de papel. Algún tomo de poesías de algún poeta moderno por fortuna desconocido; alguna novela; gacetas de ultramar. Es decir: para el Estado monárquico, el problema de las bibliotecas no existía. Cuando el ministro quería prestar un servicio reconocido a un partidario o salvar de la indigencia a un porfiado, les compraba a cualquier precio los libros que hubieran producido y que no tenían mercado. Estos libros se apelotonaban en un almacén oficial. Cuando algún diputado decidido a ser útil a su distrito pedía al ministro una Biblioteca, el ministro ordenaba que se empaquetaran algunos libros de los almacenados y se enviara al peticionario una carta y el talón del envío, demostrándole que quedaba bien atendido. Esta era toda la organización que en atención a la cultura y con referencia a las bibliotecas públicas tenía el Estado monárquico.”
La Biblioteca en la República
La República, al instaurarse, puso en primer plano el problema que, en tiempos de la Monarquía, estaba en el último plano: el de la escuela; y convirtió en problema lo que no lo era: la creación y ordenación de las bibliotecas.
Era preciso sembrar España de bibliotecas. El ideal era éste: que no hubiera pueblo sin escuela; que no hubiera escuela sin biblioteca. La escuela, cumpliendo su función social, y esta función social continuada por la biblioteca. La escuela, enseñando a leer; la biblioteca, facilitando los medios de lectura. La escuela, despertando el amor a los libros; la biblioteca, recogiendo y ofreciendo los libros amados. La escuela, siendo la biblioteca de los niños; la biblioteca, siendo la escuela de los hombres. La escuela, abriendo el camino de la cultura; la biblioteca, siendo el camino permanente. La escuela, despertando la sed del alma; la biblioteca, fluyendo limpia y rica como un manantial inagotable para saciar la sed viva. Pero, por lo mismo que se estimaba la alta función que la biblioteca había de cumplir, para que la biblioteca fuera, no bastaba con crearla; se necesitaba organizaría debidamente. Para ello, lo principal era que el ministro pensase, no en seguir adquiriendo libros sino en seleccionar las adquisiciones. A este fin constituí en noviembre de 1931 la Junta de Intercambio y Adquisición de libros para Bibliotecas públicas. El ministro ya no podría, a su arbitrio, adquirir libros. Los habría de alquirir esa Junta. Esta facultad que, a conciencia, suspendí en el ministro, suscitó contra mí rencores, hostilidades y campañas injuriosas que no han cesado. Fueron y son, las campañas de los que se me acercaron pidiendo que el Estado, como antes, adquiriera sus libros y yo les contesté negativamente. Cuántas veces, ante un artículo con términos vejatorios, estampando en él que, nosotros, los gobernantes del bienio, defraudamos la ilusión popular, se me vino a los labios el deseo de decir en voz alta: «Ese que escribe esto no es sino un hombre resentido. Quiso que el Estado le comprara un libro que no le compraban en la calle porque era un libro malo. Pretendió más: pretendió que el Estado, pagándole bien el libro malo, mandara además este libro a las bibliotecas públicas. Porque el Estado republicano no lo hizo, escribe así. Juzgad.»
¿Qué personas integraban la Junta creada? Las siguientes: el presidente del Patronato de la Biblioteca Nacional; un funcionario del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos; el director del Museo Pedagógico Nacional; el presidente del Patronato de las Misiones Pedagógicas; un representante de la Cámara del Libro; otro de la Sociedad de Autores; otro de la Asociación de la Prensa; el presidente de la Unión Federal de Estudiantes Hispanos, y el jefe del Depósito de Libros del Ministerio de Instrucción pública. ¿Podía constituirse una Junta con elementos más sensibles a su responsabilidad y más capacitados? Como en 22 de agosto de 1931 había sido dispuesto, también por mí, que en cada biblioteca pública hubiese una sección circulante, se confiaba a la Junta la misión de distribuir los lotes de libros para este fin. Es decir: la República situó la escuela en primer plano y la biblioteca en el mismo plano que la escuela, La adquisición y la distribución de libros por el Estado, ya no constituía una gracia, sino un deber; ya no se realizaba como quien administra una limosna, sino con el orden, el método, el escrúpulo y la competencia de quien cumple una de las primeras funciones de cultura del Estado. Más concretamente: la República afrontó el problema de la escuela y de la biblioteca en alto y en serio. No como una subasta de feria, sino como un sacerdocio; no como una obra secundaria y a la buena de Dios, sino como una de sus obras capitales.”
Fuente: Homenaje a D. Marcelino Domingo, primer ministro de Instrucción Pública de la República Española, Madrid, 1936.
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