
Juan Antonio Tirado
Como va uno teniendo una edad, ya casi más digna de susto que de respeto, va también acumulando anécdotas y sucedidos con que salpimentar sus artículos. La memoria personal es un baúl ingente y profundo, sin fondo, como si estuviera fabricado por Freud o alguno de sus lacanes, de manera que tan pronto como la ocasión la pintan calva, uno saca de ese arcano prendas que van bien con la temperatura del momento. Y hoy las musas del columnismo me han invitado a que escriba sobre la feria del libro de Madrid, que se clausura este domingo, y que durante 17 días ha puesto una alfombra de palabras, metáforas y fantasía en el admirable parque del Retiro. Y a ello voy, que es extravío y desatino contrariar a las musas.
Escribió Borges: “Las tardes que serán y las que han sido/son una sola, inconcebiblemente. / Son un claro cristal, solo y doliente/ inaccesible al tiempo y a su olvido”. Exacto. Mis días en la feria del libro de Madrid se resumen en una tarde, remota ya, una tarde de junio de 1985, con el Homero de Buenos Aires, el ciego entonces todavía mortal, atendiendo a una larga cola de lectores, con rara parsimonia, con una serena y fina elegancia, en un punto ligeramente irónica. Yo no hice cola, sino que me quedé junto al autor del Aleph para verlo y escuchar lo que iba diciendo conforme estampaba una frase y su rúbrica en cada uno de los libros. Me llamó la atención que llevaba la cuenta de los volúmenes que firmaba e iba haciendo, por lo bajo, un comentario a propósito de cada número, emparejándolo con un suceso histórico para él significativo. Cuando llegó al 86, recuerdo que dijo lacónicamente: probablemente, el año de mi muerte. Y así fue, murió el 14 de junio de 1986, un año justo después de la tarde, ahora me parece mitológica, en que yo lo vi firmar libros en el Retiro.
La de este año ha sido una feria muy especial, por largamente deseada. La pandemia marca una era, algo así como un a.C. y d.C.,donde la C no señala a Cristo, sino al Covid, un demonio en forma de peste moderna, cuando parecía que las pestes eran asunto de maldición medieval o antigualla descatalogada de la contemporaneidad líquida. Pues se vio que no, nos quedamos sin feria, por un virus maldito, maldito virus, y ahora que nos hemos quitado las mascarillas, aunque el bicho sigue ahí, al acecho, el Retiro se ha tornado retablo de las maravillas y palacio de papel. El encuentro con los lectores constituye la ceremonia por antonomasia de la feria, algo así como la santa misa literaria, donde los escritores reparten la sagrada forma/firma a los fieles lectores de su parroquia. En esta edición han irrumpido con singular brío unas sacerdotisas descaradas y transmodernas, que compiten con la clerecía clásica en el juego de ver quién tiene la cola más larga. Son los diablos cojuelos de las redes, unas tías con mucho gancho en Internet, ya sea en los dominios de Youtube, ya en los de Instagram o en los de Tiktok. El advenimiento de María Speaks English o Mónica Morán Monismurf, ha tenido el efecto de apariciones marianas y ha provocado desmayos e incluso ha sido necesaria alguna actuación de la policía para calmar los ánimos de los exaltados feligreses juveniles. El caso es que los Millás, Landero o Manuel Vilas no tienen la cola suficientemente larga como para codearse con estas vestales de la web. Y es que eso de comparar la cola propia con la ajena es algo que trae de cabeza a los escritores y escritoras. Algunos como Javier Marías o Arturo Pérez Reverte no se pasan por el Retiro, quizá para evitar comparaciones, aunque ellos seguramente saldrían ganando, salvo si el paralelismo se hace con la fauna de las redes antes mentada.
Con eso y con todo, el gran triunfador de la feria ha sido el papel, que supone más del 90 por ciento de la industria editorial española. Ay, amigos, aquellos profetas del Apocalipsis, aquellos adivinos de la tribu que a principios de siglo vaticinaban la muerte del papel, ¿dónde están, qué se fizo de ellos? Recuerdo que en 2007 hice para Informe Semanal un reportaje sobre el entonces rutilante e-book. Un señor de Granada, editor de estos cacharros electrónicos, de cuyo nombre prefiero no acordarme para no abochornarlo, me aseguró que en diez años (o sea, en 2017) el libro de papel prácticamente no existiría, si acaso quedaría como una reliquia en los volúmenes infantiles, que están repletos de grabados. Pero como contaba Umberto Eco en Nadie acabará con los libros: “El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez que se han inventado no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara”. En otro lugar comentaba: “Nada hay más efímero que los soportes duraderos. Aún podemos leer un texto impreso hace seis siglos, pero ya no podemos ver una cinta de vídeo o un CD- ROOM de hace apenas algunos años. Nuestros buenos, viejos DVD se irán también al traste, a menos que conservemos los antiguos lectores que hoy nos permiten verlos”. Los e-books conviven con los libros de papel, y también con los audiolibros, que están abriéndose un hueco en el mercado editorial. Los libros, en fin, trasladan historias, emociones e ideas, y eso cabe tanto en la superficie del papel, como en el libro electrónico o en la tableta, pero la lectura tiene un importante componente de fetichismo, y tocar, oler o doblar las páginas son placeres en sí mismos. Si hubiera tenido razón el visionario de Granada, y lo leyéramos todo en e-book, nos perderíamos esa cosa fastuosamente variada, en colores, tamaños y dibujos, que es un libro, y la suma infinita y fantástica que es la biblioteca de Babel, el sueño que acariciaba Borges cuando era todavía mortal, antes de ser un muerto.
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