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La palabra como fusil

Rosa Amor del Olmo

En el Siglo de Oro español las plumas cargaban más pólvora que las pistolas. Los escritores no solo creaban obras maestras; también libraban duelos verbales encendidos, disparándose versos venenosos con la puntería de un arcabucero. Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Miguel de Cervantes y Lope de Vega convirtieron la sátira y el insulto culto en armas afiladas. Sus enfrentamientos literarios recuerdan a las batallas de gallos modernas: freestyle del Barroco, con rimas lapidarias en vez de beats de hip-hop. Lejos de Twitter, aquellas trifulcas se libraban en sonetos, prólogos y epístolas cargados de ingenio y mala leche. La palabra, para estos genios, era un fusil de asalto.

Duelos a primera sangre (en verso)

Estos autores se enzarzaban en enfrentamientos agresivos pero muy ingeniosos. Se dedicaban mutuamente versos tóxicos, repletos de ironía y sarcasmo. En aquella pugna barroca volaban toda clase de calificativos hirientes: Góngora llamaba “borrachos” a Quevedo y a Lope; sus rivales lo tachaban a él de “morisco” (insinuando sangre impura). A Quevedo le atacaban su erudición –decían que no sabía ni una palabra de griego y que era un “cegato”–, mientras Góngora era blanco de chistes antisemitas por su nariz prominente. Lope de Vega, que terminó ordenado sacerdote, fue definido por Góngora como una “enfermedad” con sotana. Cervantes, el veterano manco de Lepanto, no se libró: llegó a ganarse adjetivos como “colérico, envidioso y mentiroso” por parte de sus detractores. Ningún rasgo personal escapaba a la sátira. Si hoy los insultos vuelan en redes sociales, en el XVII lo hacían en redondillas y alejandrinos. Aquellas mentes brillantes convertían sus rencillas en arte verbal, precursoras de nuestras actuales “tiraderas” de rap.

Quevedo vs. Góngora: la batalla de los ingenios

La rivalidad más célebre fue sin duda la de Francisco de Quevedo y Luis de Góngora, una especie de beef barroco que ha pasado a la historia literaria. Conceptista frente a culterano, madrileño mordaz contra cordobés altivo, ambos se odiaron con refinamiento. Sus diferencias estéticas (palabra clara vs. metáfora rebuscada) derivaron en odios personales muy poco velados. Cada poema que publicaban podía esconder un dardo para el otro. Quevedo, maestro del insulto fino, dedicó a Góngora una retahíla de sonetos insultantes que aún hoy nos hacen reír (y llevarnos las manos a la cabeza). Por ejemplo, abre un soneto advirtiéndole a su rival: «Yo te untaré mis obras con tocino / porque no me las muerdas, Gongorilla, / perro de los ingenios de Castilla». En tres versos lo ha comparado con un perro hambriento y le ha llamado “Gongorilla” (juego de Góngora+gorila) para subrayar su ferocidad y, de paso, quitarle humanidad. En esa misma composición lo tilda de “sacerdote indino” (indigno), “bufón a lo divino” y hasta insinúa que don Luis —clérigo cristiano— es en realidad un “rabí de la judía”, aludiendo con veneno a posibles ancestros conversos y a la longitud de su nariz («cosa que tu nariz aun no lo niega»). Góngora, por su parte, no se quedaba manco a la hora de devolver golpes. Cultivó poemas burlescos contra Quevedo donde se mofaba de sus defectos físicos y gustos. Si Quevedo se reía de la nariz gongorina, Góngora contraatacaba riéndose de los pies zambos de Quevedo (que le hacían cojear) y de sus famosos lentes, los “quevedos”. En un soneto llama a Quevedo «Anacreonte español», con sorna, y le sugiere que imite a “Terenciano Lope” (Lope de Vega) montándose cada día en su caballo de la poesía cómica. Con fina ironía le suelta: “Con cuidado especial vuestros antojos / dicen que quieren traducir al griego, / no habiéndolo mirado vuestros ojos”, subrayando que Quevedo presume de saber griego tanto como sus gafas “quieren” traducirlo, cuando en verdad ni sus ojos entienden esa lengua. El remate: Góngora pide prestados esos anteojos “un rato” para ver si así logra leer ciertos versos flojos y, de paso, tal vez Quevedo “entenderá cualquier gregüesco luego”. El verso “gregüesco” —jerga medio española medio griega— es un puñal satírico: le viene a decir que sus poemas son griego macarrónico.

Esta “batalla de gallos” literaria pasó de la palabra escrita a la realidad en más de una ocasión. Quevedo y Góngora se detestaban tanto que la sátira no les bastó: llevaron el duelo al terreno de las puyas personales y las jugarretas. Se cuenta que Quevedo aprovechó la ruina económica de Góngora para asestarle la estocada final: compró la casa madrileña donde vivía Góngora alquilado y acto seguido lo desahució. El pobre don Luis tuvo que empacar sus libros y abandonar la vivienda a instancias de su rival. No contento con eso, Quevedo alardeó de haber “purificado” la casa de la poesía culterana de Góngora —¡nada menos!— quemando en la chimenea libros de Garcilaso, el poeta favorito del cordobés. Humor negro digno de una novela picaresca: “te eché y, de paso, hice una hoguera con lo que más admiras”. La cruel anécdota, por increíble que suene, está documentada.

Góngora, por su lado, tampoco ocultaba su desprecio. Al enterarse de ciertos alardes nobiliarios de Lope de Vega, que había colocado en la portada de un libro el escudo heráldico de la familia Carpio con diecinueve torres, Góngora soltó la carcajada. Dijo que más que torres, Lope debería haber puesto “torreznos” en su escudo, haciendo burla de que el Fénix de los Ingenios acababa de casarse con la hija de un carnicero. El chiste combinaba el ataque personal (recordándole el origen humilde de su esposa, y por tanto rebajando su pedigrí) con el ingenio verbal (torres vs. torreznos) y por supuesto un guiño a la gula. Estos intercambios de ingenios corrosivos eran el pan de cada día entre nuestros ilustres escritores. Se odiaban y admiraban a un tiempo, se leían con lupa para detectar ofensas escondidas, y rara vez dejaban un insulto sin respuesta. En la “república de las letras” barroca, la pólvora estaba servida en cada poema.

Cervantes vs. Lope: ingenios en guerra

Otra enemistad literaria digna de folletín fue la de Miguel de Cervantes (veterano novelista con ansias de reconocimiento) contra el todopoderoso Lope de Vega (estrella absoluta del teatro de su época). Lo más curioso es que Cervantes y Lope comenzaron siendo amigos y admirándose mutuamente. El joven Lope incluso aparece elogiado en La Galatea (1585) de Cervantes, y este es mencionado con respeto en La Arcadia (1598) de Lope. Pero la buena sintonía se agrió cuando llegó el éxito arrollador de Lope en las tablas y, poco después, la publicación de Don Quijote.

Lope de Vega, apodado “Fénix de los Ingenios”, dominaba la escena literaria hacia 1600: escribía comedias a un ritmo frenético, ganaba dinero y fama, y desplegaba cierto ego de divo. Cervantes, mayor y con menos éxito económico, empezó a sentir y provocar chisporroteos. En el prólogo de El Quijote (1605) Cervantes deslizó pullas contra los dramaturgos de moda, criticando la baja calidad de ciertas comedias populares. Muchos entendieron que aludía a Lope. Este, picado en su amor propio, arremetió en privado contra Cervantes. En 1604, antes de que el Quijote viese la luz, Lope escribe una carta al Duque de Sessa donde no se muerde la lengua: «no hay ninguno [poeta] tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quixote». Básicamente lo llama el peor poeta de España y tilda su recién escrita novela de libro de tontos. También ridiculizó los “anteojos de Cervantes”, comparándolos con huevos estrellados mal hechos, en alusión quizá a la pobre vista del manco (o a la mala calidad de sus versos, según Lope). Estas cartas privadas –recientemente redescubiertas– muestran que Lope, pese a su grandeza, sentía celos o al menos irritación hacia Cervantes, cuya novela amenazaba con robarle protagonismo.

Cervantes, lejos de achantarse, decidió atacar a Lope con las mismas armas que este dominaba: la poesía satírica. Molesto por la vanidad de Lope (que en la portada de El peregrino en su patria había desplegado escudos nobiliarios, emblemas y hasta un soneto laudatorio de Quevedo lleno de auto-bombo), Cervantes compuso un soneto demoledor. En él, se dirige a Lope con sorna fraternal –«Hermano Lope…»– y procede a hacerle un “destrozo” de obra: le pide que borre o queme prácticamente todos sus libros. Le sugiere borrar los sonetos repletos de referencias a Ariosto y Garcilaso, dejar de citar la Biblia si total “nunca la dices entera”, tachar sus poemas épicos (La Dragontea, La Arcadia, La Jerusalén conquistada…) e incluso incinerar La hermosura de Angélica “por ser mora”. La sátira cervantina enumeraba título tras título lopiano, reduciéndolos a chistes: «que supuesto que escribes boberías, las llegarán a entender cuatro naciones», se burla, insinuando que Lope escribía disparates que solo unos pocos (cuatro locos) podrían descifrar. Cervantes remata aconsejándole que ni termine la Jerusalén conquistada, que bastante trabajo costó leer lo que lleva. Este soneto, pura dinamita, corrió de mano en mano. El veterano Miguel había lanzado un guante desafío al consagrado Félix Lope.

La respuesta de Lope de Vega fue, previsiblemente, brutal. Si Cervantes había vaciado su cargador satírico, Lope sacó la artillería pesada en verso. “¿Quieres guerra? Pues toma dos tazas”. Escribió otro soneto, ahora contra Cervantes, cargado de insultos personales. En esos catorce versos Lope proclama su superioridad absoluta y desprecia cruelmente a su rival. Llega a decir que si Cervantes quedó manco en la batalla naval de Lepanto fue porque el cielo quiso impedirle que siguiera escribiendo (¡vaya ocurrencia sacrílega!). Para Lope, Cervantes es un buey que muge: «Hablaste, buey, pero dijiste mu», le espeta, llamándolo torpe e insignificante. También lo trata de puerco en pie (cerdo de dos patas) y de frisón de su carroza, es decir, un simple caballo de tiro para el carro triunfal de Lope. La andanada culmina en un ultimátum feroz: «¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti!». En verso endecasílabo Lope acaba de decirle a Cervantes poco más o menos: “Honra al maestro Lope, potra indómita, o te las verás conmigo”. Imaginemos el ambiente en los mentideros literarios de Madrid al difundirse estas pullas. Eran la comidilla de tertulias y corrillos: dos gigantes de las letras sacudiéndose con la palabra como espada. Cervantes, en público, optó por contenerse para no prolongar la reyerta (quizá consciente de su posición menos favorecida). Eso sí, en privado debió quedarse mordiéndose la pluma. La enemistad nunca se reconcilió. Hasta el final de sus días, ambos se lanzaron indirectas. Lope llegó a vetar a Cervantes en ciertos círculos: ningún poeta se atrevió a escribir elogios preliminares para el Quijote porque el omnipresente Lope lo desaprobaba. Cervantes, por su lado, continuó parodiando sutilmente a Lope en el Quijote II (el personaje del dramaturgo hambriento de halagos, o ciertas referencias a “el Monstruo de la Naturaleza”, apodo de Lope) y en obras como Viaje del Parnaso. Nunca hubo duelo físico, pero ¡menudo intercambio de espadas en ristre hubo entre sus letras!

La palabra como arma: ayer y hoy

Estos cotilleos eruditos del Siglo de Oro nos dibujan un panorama casi increíble: genios de la literatura comportándose como raperos en un “battle” o intelectuales en un salseo de Twitter. Pero tiene su lógica. En aquellos siglos, la honra lo era todo, y una afrenta literaria podía doler tanto como una herida de acero. La palabra funcionaba como fusil, sí, y a veces como escudo. Cada uno defendía su estilo y atacaba el ajeno con la metralla del ingenio. De estos duelos verbales surgieron algunos de los mejores pasajes satíricos en castellano, verdaderos ejercicios de creatividad insultante. Quevedo y Góngora, Lope y Cervantes, se entregaron a este “deporte” con gracia afilada. Hoy, sus rifirrafes nos recuerdan que la agresividad intelectual puede canalizarse en arte: sonetos a modo de puñetazos, epístolas como desafíos. Es inevitable sonreír imaginando qué habrían hecho estos escritores con las herramientas actuales. ¿Se tirarían pullas por YouTube? ¿Compondrían auténticos diss tracks barrocos? ¿O se enzarzarían en hilos virales llenos de citas en latín y emojis de duelos? Seguramente hubieran sido tendencia.

Lo cierto es que el legado de aquellos choques literarios pervive. Las batallas dialécticas de hoy –desde debates académicos hasta batallas de gallos en plazas– son herederas remotas de aquellos enfrentamientos. Cambian el formato y el léxico, pero no el impulso: reafirmar el propio ingenio derrotando al contrario con palabras. Al fin y al cabo, lo dijo el clásico: “la pluma es más poderosa que la espada”. En el Siglo de Oro español, cuatro plumas prodigiosas empuñaron sus versos como quien empuña un arcabuz. Y vaya si hicieron blanco: sus insultos cultos todavía resuenan, haciendo diana en nuestra risa incrédula. La próxima vez que presenciemos una riña verbal sazonada de creatividad, recordemos a Quevedo, Góngora, Lope y Cervantes. Ellos demostraron hace cuatro siglos que, en buenas manos, la palabra puede ser un arma de duelo magnífica, un fusil cargado de ingenio cuyo disparo –¡zas!– atraviesa el tiempo.


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