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Desemmascarant l’ascens del feixisme a Itàlia

E. Montagut

Traducció per la redacció

El fenómeno del fascismo italiano es harto complejo y ha generado intensas polémicas, especialmente sobre las causas de su formación. No es este el objetivo del presente artículo sino el de plantear una de las causas que explicarían el triunfo del fascismo en Italia, en relación con la debilidad del sistema liberal-democrático italiano.

Es evidente que el fascismo era la negación del liberalismo y de la democracia. Italia tenía un sistema de este signo que había evolucionado, aunque no de forma intensa, desde que se fundó al terminar el proceso unificador. Pues bien, este sistema fue incapaz de hacer frente al fascismo, permitiendo que accediera al poder para luego, una vez asentado en el mismo, destruir la democracia.

La cuestión partiría de un problema bastante general en Europa, y más en su vertiente sur donde se habían terminado de asentar los Estados liberales, además de ir implantando cauces democráticos pero con graves carencias para poder incorporar a las masas al ejercicio político. Esas carencias tienen que ver con distintos procedimientos que, en realidad, impedían el desarrollo real de la democracia. Si en España la clave estaría en el falseamiento electoral a pesar del establecimiento del sufragio universal al comenzar la última década del siglo XIX, además del nulo interés en reformar la Constitución de 1876 durante el reinado constitucional de Alfonso XIII, en Italia la situación no fue muy distinta, aunque con sus peculiaridades. Italia compartía con España el problema de la corrupción electoral pero, además, desarrolló una costumbre política basada en el fomento de las divisiones del adversario político y una profunda práctica del clientelismo y el favoritismo. La figura paradigmática que simbolizaría esta forma de hacer política fue Giolitti, personaje clave desde finales del siglo XIX hasta el mismo momento de la subida de Mussolini.

Como en España, había una Italia oficial y otra real. La primera no contaba con la segunda ni siquiera cuando se instituyó casi el sufragio universal en 1912, mientras que la real generó un intenso desapego por la política. En España ni en Italia, a pesar de proclamarse como estados democráticos, la realidad se encontraba muy alejada de lo que realmente era y es una democracia.

Esta forma de hacer política generaba, además, una fuerte inestabilidad gubernamental, y que se acentuó al terminar la Primera Guerra Mundial.

Sin una democracia plena era muy difícil que el sistema de partidos evolucionase hacia el predominio de formaciones de masas y no de cuadros. En todo caso, en 1919 parecía que la cuestión podía cambiar en Italia cuando irrumpieron con evidente fuerza electoral dos partidos políticos que podían representar a una moderna derecha y a una moderna izquierda. Estaríamos hablando del Partido Popular Italiano de inspiración democristiana, liderado por Luigi Sturzo, y el Partido Socialista Italiano.

Pero se presentaban problemas que afectaban de lleno a ambos Partidos. Los socialistas siempre vivieron en una intensa polémica interna entre reformistas y revolucionarios, y justo cuando despegaron electoralmente, sufrieron la escisión comunista, al igual que sus congéneres europeos. Por su parte, el PPI no presentaba tantos problemas internos pero si la profunda desconfianza de los sectores clásicos de la política italiana que preferían seguir con su forma de hacer política, por el conocido como “transformismo”, es decir, llegar a compromisos y componendas al más puro estilo pragmático que evitaba graves tensiones pero que era incapaz de abordar reformas importantes y cambios necesarios para Italia. El propio Giolitti creyó que podía emplear su manera de hacer política con el fascismo, es decir, llegar a acuerdos y compromisos, pero los fascistas estaban en otro universo político, y eran radicalmente contrarios a la vieja política, aunque, ciertamente, aprovecharon esos resquicios del “transformismo” y que les brindaba el sistema para acceder al poder. Cuando estuvieron asentados en el mismo liquidaron todo.

También existirían responsabilidades en otras instituciones fundamentales del Estado italiano que permitieron la llegada y triunfo del fascismo. Ni el ejército, ni las fuerzas policiales, con algunas excepciones, objetaron nada contra el nuevo fenómeno político que, en realidad, estaba cuestionando el orden vigente. Sus temores iban más encaminados hacia el movimiento obrero, y más desde el triunfo de la Revolución rusa, y la oleada de huelgas y conflictos al terminar la contienda mundial. El poder judicial, por su parte, siguió esa misma postura.

Por fin, la Corona no hizo nada para conservar el orden que se había fundamentado en la Unificación. El rey Víctor Manuel III, desde una posición conservadora, temía por lo que estaba ocurriendo con otros monarcas en la Europa de la posguerra, y en relación con el comunismo. Por otro lado, no hay que olvidar que dentro de la Casa de Saboya había sus tensiones derivadas del hecho de que el primo del rey, el duque de Aosta, era claramente fascista y el monarca temía que pudiera ser un recambio si impedía que los fascistas triunfaban. Víctor Manuel abdicó no del trono sino de sus obligaciones como garante del sistema político. Unos años después, en otro contexto, y aunque no se instaurara un sistema fascista, su vecino, el rey Alfonso XIII, aceptaría también la muerte del sistema constitucional en España cuando Primo de Rivera dio su golpe de Estado. Ambos dejarían de ser reyes, en distintos momentos.


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