
He removido el agua del estanque
y la Historia se agita incontenible.
Están todos, son muchos.
No sé si esperan algo de nosotros:
El que en el fondo de la cueva mira al que pinta bisontes y gacelas. El que pinta también. El que regresa luego con la pieza de caza.
El que escucha la historia de aquel ciego que narra la aventura del rey de Uruk buscando la inmortalidad. También el ciego mismo.
El que escondido en la orilla, entre los juncos, ve pasar los navíos que transportan las piedras al Valle de los Reyes. Y el que luego trabaja aquellas piedras.
El que afila esas armas que habrán de conquistar el mundo en el nombre de Roma. Y el que ve cómo llegan los guerreros para incendiar sus campos.
El que acude a la plaza para ver a los cómicos cantando las leyendas de ilustres caballeros y damas misteriosas. Y el cómico, y la dama; también el caballero.
El que ayuda al maestro en su taller, piedra, pintura, polvo y maquinarias que asombrarán un día a todo el mundo. Y el maestro sin duda.
El que emigró buscando nuevas tierras, el que permaneció junto a las tumbas de sus antepasados.
La mujer de París que se sienta a pelar habas mientras la guillotina se aplica a su feroz tarea. Y el que sube temblando su última escalera entre las burlas del gentío.
Los hombres que se esconden en las viejas tabernas y hablan de libertad, planeando atacar audiencias y palacios. Y el hombre que confía en que no lleguen, y el que se despreocupa en los salones.
El que hizo de la guerra su negocio. Y el que murió para que aquel medrase.
El que mira el futuro con temor, el que lo espera sonriendo. El que no sabe si tendrá futuro.
Están todos aquí, son de los nuestros.
Heredamos su sangre.
(De Al final de la escalera, 2015)
También publicado en Ocho poetas y un infinito (Isidora Ediciones)
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