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Mujeres en el imperio español y IV

Francisco Massó Cantarero

En 1535, Carlos I hace extensiva a Nueva España (México) la institución del Virreinato, a la manera que ya existía en los diferentes reinos peninsulares, que entonces eran menos numerosos que las actuales Autonomías. Se ve que entonces no había tanto paniaguado a los que dar ocupación. De hecho, Felipe II pudo regir su imperio con 5000 funcionarios…, mientras hoy el Estado español cuenta con tres millones de funcionarios, y el gobierno aún añade otros 971 asesores.

El Virrey era también Capitán General de la región, Gobernador, Presidente de la Real Audiencia, Gobernador de la Hacienda Real y tenía delegadas todas las atribuciones de la Corona sobre la Iglesia, en lo relativo a nombramiento de altas jerarquías. Es decir, era un alter ego del propio Rey a todos los efectos.

Los virreyes fueron nobles linajudos pertenecientes, como era lógico en aquellos tiempos, a Castilla como reino protagonista del proceso de construcción del imperio, desde la apuesta arriesgada de Isabel I.

El primer virrey de Nueva España estaba viudo; por tanto, no hubo virreina. La primera fue Ana de Castilla, esposa de don Luis de Velasco, un hombre probo que tuvo una ejecutoria ejemplar, liberando esclavos de los encomenderos que los tenían ilegalmente y creando la universidad de México.

El poder de la virreina siempre fue oblicuo, de soslayo, sin dar la cara, ni ocultar el objetivo. Tenían una intensa presencia social, “enseñaban política” todos los días, haciendo exposición de su diferencia, sus valores de clase y su modelo moral. Paseaban en barca por los canales de México, asistían al teatro, organizaban conciertos de arpa, clave o guitarra, y tertulias que incluían refrigerio de chocolate con dulces de las monjas cuyos monasterios protegían. En estos saraos, hombres y mujeres consumían también tabaco como nota de distinción.

La política matrimonial de las virreinas conseguía matrimonios ventajosos de sus damas de honor con hombres ricos, comerciantes y encomenderos. De ese modo, generaban en su entorno una corte lustrosa  de personas que tenían, o aspiraban a tener, un estilo de vida digno, elegancia en la forma de vestir y ejemplaridad de costumbres.

La virreina todos los días recibía audiencias como su marido, instalada en un estrado y con un escenario espectacular, lujoso, cuajado de biombos y tibores orientales,  ornamentos exóticos que transportaba el galeón de Manila y que acumulaban como símbolo de poder. La ostentación fue de tal naturaleza, que Felipe II, desde su celda del El Escorial, se vio precisado a legislar para reducirla. No obstante, en ese marco, recibía la virreina las peticiones y demandas de sus  “súbditos” esperanzados en su capacidad de influencia, en su intercesión indiscutible e indiscutida por la experiencia acumulada desde el origen de la institución.

Esta práctica comenzó justificándose como un método de descargar de trabajo al virrey. Sin embargo, degeneró  la ortodoxia, toda vez que la concesión de un cargo dejaba de lado el mérito del candidato, mientras cobraba fuerza la insistencia de la madrina; y la resolución de los problemas, por la misma vía, terminó dando pie a una suerte de corrupción.

Hubo virreinas laboriosas, conscientes de su papel como Leonor de Vieco, o Catalina de la Cerda, y altivas como Blanca de Velasco, marquesa de Villamanrique; pero, voy a limitarme a comentar el trabajo de Maria Luisa Marique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes de Nava, “Lisi” para su familia y amigos. Era mujer muy bella, de grandes ojos azules, muy culta, hija de un príncipe romano, que llegó a Nueva España con treinta y un años, como esposa del virrey don Tomás Antonio de la Cerda, príncipe de Guastalla y marqués de La Laguna con Grandeza de España.

El arco triunfal para dar la bienvenida a estos virreyes fue encomendado a una poetisa afamada, Sor Juana Inés de la Cruz, la Décima Musa, cuya excelencia ya había removido la envidia de su confesor, que le prohibió hacer versos, como penitencia. Por esta razón, en un principio, la monja se negó a aceptar el encargo y hubo de intervenir el cabildo catredalicio para exonerar a la monja de tan arbitraria imposición, que no tenía otro fundamento que los celos del confesor. La  pelusa que engendra rivalidad tiende a ser estéril, pura reacción sin numen; pero, cuando se produce entre un hombre investido de poder formal y una mujer dotada de poder personal arroja un cuadro patético para él y angustiante para ella. 

La obra que compuso Sor Juana Inés para la ocasión la llamó El Neptuno alegórico, haciendo un encomio de la trayectoria anterior del nuevo virrey, sus virtudes y dotes de gobernante como ministro que había sido del Consejo de Indias.

Los virreyes quisieron agradecer el trabajo de la monja, visitando el monasterio de Jerónimas donde residía. Virreina y religiosa tenían la misma edad, idénticas inquietudes, cultura similar y una ambición por el saber que las hermanaba. La virreina volvió al día siguiente y casi todos los sucesivos. Muchos días la acompañaba su marido.  Para el convento era un timbre de gloria casi celestial tener aparcada la carroza virreinal a la puerta, todos los días del año. Por eso, cuando las monjas supieron que la virreina había perdido ya tres hijos y estaba encinta, se volcaron en rezos por los niños muertos y plegarias por el feliz alumbramiento de un cuarto niño sano. Al menos, lograron lo segundo. Vino al mundo un mexicanito viable.

Mientras eso ocurría, sor Juana Inés y “Lisi” daban rienda a su vocación respectiva: la monja investigaba sobre ciencia, escribía autos sacramentales, comedias de enredo, componía poemas e incluso, de incognito y con seudónimos, alegatos contra las ideas del obispo y Lisi disfrutaba en primicia de las composiciones y se ilustraba de cuanto la religiosa investigaba. Cada tarde, en el locutorio, con una reja claustral por medio y la presencia de una segunda monja de la confianza de la abadesa, ambas amigas dialogaban y aliviaban su soledad respectiva. Lisi enseñaba política con su ejemplo y la enclaustrada se beneficiaba de la libertad que, sin pretenderlo, le traía la virreina con su presencia. Incluso sor Juana se atrevió a cambiar de confesor y gozó de la aquiescencia de la priora, antes reticente frente a la vida intelectual, porque los libros sólo contienen herejías (sic). 

En 1686, la llegada del nuevo virrey de Nueva España rompió el idilio intelectual y camaradería afectiva que mantenían ambas mujeres. La separación era inevitable, si bien Lisi se comprometió a publicar en Sevilla toda la obra de sor Juana. El primer libro aparece en 1689, bajo el título pomposo de Inundación castálida, que no gustó a la autora, que no había sido consultada.

Si hoy podemos leer a la Décima Musa es gracias al Amor en su laberinto entre estas dos damas de altura.

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