La reciente escalada de violencia en Medio Oriente, que ya lleva varios meses en curso, ha tomado un giro dramático con el ataque directo de Irán sobre Israel, ocurrido en la noche del sábado al domingo. Este hecho no solo marca la primera vez que Teherán golpea directamente el suelo israelí, sino que también evidencia un cambio significativo en las tácticas iraníes, que tradicionalmente habían operado a través de intermediarios en el Líbano, Gaza y Yemen. Los medios occidentales y las autoridades han catalogado este ataque como un fracaso, señalando que la defensa israelí «Cúpula de Hierro», con apoyo de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, interceptó cerca del 99% de los misiles y drones lanzados.
A pesar de esta percepción inicial, es importante considerar la complejidad subyacente y las motivaciones detrás de este enfrentamiento. El ataque no solo es una respuesta a acciones específicas, sino también un reflejo de la tensión acumulada y los cambios geopolíticos en la región. La revolución iraní de 1979, que instauró el régimen de los ayatolás tras la caída del último Shah, Mohammad Reza Pahleví, ya había establecido un precedente de hostilidad que trascendía lo religioso y lo político. Esta enemistad histórica se ha exacerbado con el tiempo, especialmente bajo la percepción de Irán y su papel como defensor de los chiítas frente a la influencia occidental y sus aliados en Oriente Medio.
La interacción entre Israel e Irán ha sido históricamente compleja. Desde los tiempos en que Tel Aviv mantenía una cooperación clandestina con el Shah de Irán, intercambiando petróleo por armas y tecnología, hasta la ruptura total con el establecimiento del régimen teocrático chiíta. Este régimen ha visto a Estados Unidos e Israel como los principales adversarios, denominándolos el ‘Gran Satán’ y el ‘Pequeño Satán’, respectivamente. La doctrina Dahiya de Israel, que propugna represalias desproporcionadas contra los islamistas para aterrorizar a sus enemigos, parece estar perdiendo eficacia frente a la creciente determinación de sus adversarios.
En este contexto, el reciente ataque de Irán podría considerarse tanto una demostración de fuerza como una prueba de su capacidad militar, desafiando la imagen de invulnerabilidad que Israel había mantenido hasta ahora. Este cambio en la dinámica de poder se ve aún más influenciado por la retirada estadounidense de la región, un proceso que ha sembrado inestabilidad y ha permitido a actores como Irán llenar el vacío dejado por Washington. La relación cada vez más tensa entre Joe Biden y Benjamin Netanyahu también juega un papel crucial en este escenario, con decisiones unilaterales por parte de Netanyahu que han exacerbado las tensiones internas y externas.
Además, la implicación de Irán en otros teatros de conflicto, como Siria y Líbano a través de su apoyo a Bashar al-Assad y Hezbollah, respectivamente, muestra su estrategia de expandir su influencia en la región. Siria, en particular, ha servido como un corredor crucial para el transporte de armas a Hezbollah en el Líbano, lo que ha sido visto por Israel como una amenaza directa a su seguridad.
El ataque también ha redefinido las percepciones regionales y globales. Mientras que Israel y sus aliados intentan minimizar la efectividad del ataque iraní, la realidad es que el régimen de Teherán ha demostrado su capacidad para ejecutar operaciones militares significativas, lo que sin duda influye en la política regional. Este evento es un recordatorio de que la estabilidad en Medio Oriente es frágil y que la balanza de poder está en constante evolución.
En resumen, el reciente ataque iraní sobre Israel no solo es significativo en términos de la efectividad militar, sino también como un indicativo del cambio en la dinámica geopolítica de la región. Con la retirada de Estados Unidos y la ascensión de actores como Rusia, China e Irán, Occidente se encuentra en un momento crítico, necesitando reevaluar su enfoque y estrategia en Medio Oriente. La capacidad de adaptación y respuesta a estos nuevos desafíos definirá el futuro del equilibrio de poder global y la estabilidad regional.
Por Rosa Amor del Olmo
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