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España desestimada

Francisco Massó Cantarero

Recientemente, Alberto Gil Ibañez afirmaba en una conferencia que España es la nación con menor autoestima de toda la Unión Europea. De ser cierta esta afirmación, la nación está en una situación prodrómica de una patología severa, que amenaza su propia supervivencia como proyecto colectivo.

La autoestima es la aceptación de uno mismo, del autos, de la persona, del sujeto que se conoce, se aprecia e integra todo cuanto es, sin categorías maniqueas que acepten lo bueno y rechacen lo malo. En la autoestima no existe maniqueísmo, que siempre deriva en juicio de valor, quizá engañoso, que exalta lo positivo y oculta lo negativo. La exaltación nutre al narcisismo y la ocultación no deja de ser una forma de mentira con la que nos engañamos con tal de evitar juicios punitivos. Ambos procesos son incompatibles con la empatía desde fuera y la auto-comprensión desde dentro, que permiten enriquecer la identidad misma del  autos.

La autoestima contiene el sistema psicológico de defensas de la persona, que conviene no confundir con lo que Anna Freud llamó mecanismos de defensa. Estos son añagazas, trucos para sostener la neurosis y aliviar la angustia; en definitiva, medios con los que nos engañamos. La autoestima permite integrar aprendizaje de la experiencia, independientemente que haya habido éxito o fracaso; con ello, la persona  retroalimenta y corrige su proyecto de vida, fija sus metas al compas de sus posibilidades, aumenta sus pretensiones o las achica sin menoscabo de su integridad bio, psico, social.

Las naciones también disponen de un volkgeist, una idiosincrasia, un espíritu colectivo que les da unidad, coherencia y cohesión. Lo acabamos de ver con motivo de la calamidad que ha azotado a 70 pueblos de Valencia. No ha hecho falta que el gobierno declarara situación de emergencia, allá sus cálculos sobre el rédito político de la desgracia. Ante el reto, la Nación ha respondido con el trabajo de sus voluntarios, la generosidad del esfuerzo posible desde cada enclave geográfico y la solidaridad nacional como rúbrica. Hasta los Reyes, máximos representantes de la Nación, supieron aguantar el barro enloquecido de la desesperación, el duelo y la desdicha y seguir su marcha. Don Quijote resucitó de nuevo para desfacer entuertos, como antes lo hizo cuando el chapapote de Galicia y tantas otras veces. Son anécdotas, ciertamente, y eso no construye categoría cognitiva. Pero, ahí queda patente un modo de sentir y hacer.

La identidad de una persona singular, con nombre y apellidos, y el espíritu colectivo de la nación con todo su polimorfismo, regional, comarcal y local,  no son un quid, una cosa fija, sino un devenir, un ir haciéndose y deshaciéndose día a día; un proceso que fluye desde el pasado que ya no es al futuro que todavía no es. Tal vez, por eso, Julián Marías hablaba del espesor del presente, donde convergen el pasado  que hemos sido, nos guste o no, y lo que anhelamos ser, que será mejor que sea pulcro y beneficioso.

Lo que pasa, pasa y, en cuanto pasa llega a ser pasado. Pero, todo pasa y todo queda, dice Machado. El hombre y cada sociedad tienen que integrar ese pasado –más les vale, que la historia es magistra vitae- sin maniqueísmo, he dicho. El pasado es fuente de sabiduría y no de preocupación. Ésta última es ocupación proyectiva, previa al acontecimiento, parte del espesor del presente y está llamada al futuro, cuyo destino nos concierne construir.

La autoestima no es cerrar los ojos ante el pasado; esto sería una negación, en el lenguaje de Anna Freud, una castración de nuestra realidad como pueblo, una forma de engañarnos, como si lo que niego que haya existido desalojara la realidad de lo que ha pasado realmente. Franco existió, hizo pantanos, creó el Centro de Investigaciones Científicas, el Instituto Nacional de Industria, el Instituto de la Vivienda, la Seguridad Social, remozó la enseñanza en línea con lo que previó el republicano Fernando de los Rios y amparó planes de desarrollo que aportaron riqueza; además, tomó decisiones reactivas ante otras que eran equivocadas a su juicio. Eso forma parte de nuestro pasado y hay que integrarlo para ser más sabios. De no hacerlo así, nos desconcertaremos con 40 años que nunca han existido, que son vacío, la nada de un pueblo sin alma, que no es nadie, y tiene un pasado que le falta. Ahí, no puede prosperar la autoestima, porque nunca habrá habido nadie más que la nada.

Nunca, nada, nadie. Tres palabras terribles; sobre todo la última. (Nadie es la personificación de la nada)… dice Juan de Mairena a sus discípulos. Sin embargo, hay gobernantes empecinados en provocar este hueco para anular el espesor del presente, sin comprender que un presente medio vacío, es mera apariencia, una especie de pseudoembarazo, que resultará estéril y dañará, aún más, la autoestima nacional.

Esta propensión a desacreditarnos a nosotros mismos es el deporte preferido del hombre  masa quien, según Ortega, es el que no se exige a sí mismo lo suficiente y vive en el limbo entre lo que sabe y lo que cree que sabe, entre lo que ignora y debería saber.

Hay dos tipos hombres masa: Uno es el personaje de pómulos encendidos y mirada bovina que  grita en el bar, reforzando sus rudas sentencias y apotegmas con puñetazos sobre el mostrador y tacos  a discreción; a este la fuerza se le va por la boca, desgañitándose con simplezas y denuestos contra sí mismo y los suyos. Tal personaje, que abunda por doquier, no sólo no crea autoestima, sino que demanda compasión, o sonrisas bobaliconas de su auditorio, estupefacto y sin ánimo de réplica. 

Otro  más cauto, anida poco tiempo en las canteras de la clase política, porque allí está de paso, su presente es fugaz y no admite espesuras, encaminándose deprisa a ser concejal, alto cargo, asesor o, si se tercia, presidente del gobierno. Este tipo termina siendo profesional de la política: de joven, vocifera a coro en manifestaciones y cuando grana se singulariza en mítines sentando doctrina de oídas; tampoco sabe lo que cree saber, pero aparenta suficiencia intelectual que, como mucho, es copiada sin citar la fuente. Este personaje, que puede llegar a leer su tesis doctoral, es mucho más peligroso y dañino que el anterior, porque una vez revestido de traje y corbata (o de prêt à porter exclusivo), instalado en un pomposo despacho y caballero en un coche blindado, considera que ha madurado y termina por creerse ser la careta que aprendió a usar sin percatarse de su simpleza y preconiza bobadas ante la pléyade de micrófonos.

El tercer enemigo de la autoestima nacional está incardinado en lo que Ortega llamó particularismos en su España invertebrada. El particularismo nació como  nacionalismo ramplón, umbilical, de alpargata y zurrón; ahora es suprematista, xenófobo y hasta racista al mejor estilo de Sabino Arana; y siempre ha sido belicoso, egoísta y bizarro. Merced al título VIII de la Constitución actual, ahora soportamos diecisiete particularismos, dos de ellos desleales, que derrotan contra la patria común, reniegan de la lengua común, no digamos ya de su literatura, desnaturalizan el Estado, incumplen la Constitución y revisan la historia.

Estos procesos implican poner en cuestión la mismidad nacional, habida cuenta que hemos convenido que el hombre y los grupos que él forma no tienen naturaleza, que consisten en un devenir, en un estar en el ir, dijera Marías. Si nos ponen zancadillas en el ir anterior inmediato, nos daremos de bruces en el presente que nunca será espeso y nos precipitaremos en el abismo ante el futuro. Sin saber de dónde venimos, dónde estamos y adónde vamos, ¿cómo vamos a generar autoestima?

En la terapéutica es necesario reivindicar el pasado entero: la II República con sus checas y paseíllos, y a Franco con sus tribunales de orden público y consejos de guerra, también. Ahí, hay enseñanzas que extraer, tanto de la peripecia existencial de Lluis Companys Jover, como de la de Joaquín Ruiz-Jimenez Cortés. Por un lado, están Alcalá Zamora, Azaña, Negrín, y el joven Carrillo con sus visitas a Paracuellos; por otro Julian Besteiro, Ortega y García Morente con su andadura desde el ateísmo al sacerdocio; por otro, Fraga con su cultura descomunal y los supernumerarios del Opus que supieron dinamitar el régimen desde dentro y hacer viable la Transición. Sólo la bisoñez puede despreciar ese caudal ingente de saberes, que supera el carácter básico de la ideología y puede dar espesura al presente, por el magisterio que otorga la Historia.

El nacionalismo no sólo se cura viajando, también es un paliativo la información y, sobre todo, lo diluye el proyecto de futuro común de todos los vecinos, los próximos y los más alejados. En España, no hubo nacionalismo hasta el siglo XIX, tras las guerras civiles carlistas y el derrumbe del Imperio; es decir, cuando claudicó el proyecto nacional y las energías se hicieron intrapunitivas, buscando la autolisis. Y aún estamos en esas…

Lo del hombre masa tendría solución obligando a hacer un bachillerato decente, donde hubiera suspensos ante la insuficiencia de conocimiento e incluso repetición de curso. Lo pongo en potencial y subjuntivo, porque poder, pudimos, hemos sobrevivido y aquí estamos.

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