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El hijo de Greta Garbo

Juan Antonio Tirado

Francisco Alejandro Pérez Martínez tuvo una vida rica en novelerías, cuyo material no le valió para ninguno de sus libros. Francisco Alejandro Pérez, etc., conocido en el siglo como Umbral, fue una paradoja en carne viva, en carne mortal y rosa, como lo prueba el hecho de que su prolífica obra literaria, más de cien libros, fuera una continua indagación sobre el yo, pero no para contarse y descubrirse a través de la prosa, sino para esconderse y ovillarse en un último y secreto rincón. Detrás de su imagen romántica de escritor desusado, con melena al viento y bufanda roja o blanca, según las temporadas, de voz impostada y estudiados ademanes a contratiempo, Umbral escondía la vergüenza del niño nacido en la inclusa, criado lejos de los pechos de su madre, sin padre conocido; el adolescente amparado o desamparado en la calle, más allá de las aulas de la escuela, que apenas pisó; el chaval de 14 años que encontró trabajo (gracias a la influencia de su padre oficialmente inexistente) en una oficina del Banco Central de Valladolid. 

Umbral fue el niño que hasta los nueve o diez años creyó que su madre, Ana María Pérez Martínez, era su tía, el que siendo todavía un muchacho vio como aquella mujer, quizá su único asidero, moría de tuberculosis. Fue el que muchos años después compuso una novela tan bella como fabulada y mitificadora sobre ella, titulada El hijo de Greta Garbo. A aquel hombre todavía le quedaba por pasar el trago más amargo rondando los cuarenta años, la muerte de su hijo Pincho, de cinco, víctima de la leucemia. De esa fuente de dolor sin paliativos surgiría su gran libro, Mortal y rosa, el texto que desmiente al Umbral frívolo e insolente, el que fija al prosista intenso y profundo. 

Umbral, tan poco dotado como estaba para asumirse en toda la dimensión trágica, guardó un silencio cerrado sobre aquel episodio terrible y a partir de entonces, dio vía libre al personaje provocador, vanidoso y altanero que llevaba dentro, creado en sus años de lector autodidacta sin otro afán que triunfar a costa de lo que fuese. El silencio sobre la pérdida del hijo fue en general respetado, pero sus nunca aclarados orígenes fueron motivo de curiosidad y comentarios malévolos en los círculos y covachuelas literarias de Madrid. Él procuró esconder la verdad en un sitio que imaginó infranqueable y así fue echando la vida, escribiendo buenos y malos artículos, libros afortunados y libros sin fortuna, en la idea de que nadie conocería nunca aquello que tanto le dolía. Pero la fortaleza se fue resquebrajando hasta que la profesora Anna Caballé derribó el edificio en que vivía refugiado el escritor. Su biografía, El silencio de una vida, es demoledora y con seguridad amargó los últimos tiempos de Umbral. Siete años largos después de su muerte, cuando ya nada podía dolerle al escritor, el periodista Manuel Jabois descubrió la identidad del padre del autor de Las ninfas, el abogado y escritor Alejandro Urrutia. Supimos entonces también que Umbral y el poeta Leopoldo de Luis eran hermanos de padre. Una noticia sensacional que permitió completar el puzle biográfico de Francisco Umbral. 

Cuando llegué a Madrid a finales de los setenta, con una bufanda roja como una bandera, me apresuré a ir al Café Gijón. Yo quería ser Paco Umbral, señor de las negritas y acróbata en el alambre de la sintaxis. Otros soñaban con ponerle palabras a las guerras, yo sólo aspiraba a quedarme a vivir en una columna de periódico. La de Umbral era una balaustrada en la que se fijaba la historia vibrante del momento, escrita con una prosa audaz y rápida como una liebre autodidacta. Era la suya la mirada de un escritor que iba cada noche a los salones y recorría la calle buscando tema o mirando el escote y el culo de las muchachas. Era el gran Umbral de impostado dandismo y esplín snob, como un Baudelaire de Valladolid. Aunque suene raro había exquisitos que lo censuraban por escribir demasiado bien, que es como quien critica al chef por servir la sopa caliente, pero, en fin, la cosa va en gustos y hay a quien le gusta la sopa fría y la prosa notarial. O, tal vez, la cosa iba por aquella ocurrencia de Juan Marsé de desacreditar la escritura umbraliana tachándola de prosa de sonajero, como si lo importante no fuera hacer buena música, con independencia de lo modesto o excelso del instrumento utilizado. En realidad, Umbral tenía una nariz proustiana y unas manos de pianista sin oído para otra música que no fuese la del castellano. Cada mañana, durante cincuenta años, se abrió en canal y un río de metáforas inundó los periódicos en los que escribió y los más de cien libros que dio a luz.

https://www.casadellibro.com/libro-el-taxista-que-no-leia-a-luis-rosales/9788416250240/16479754?srsltid=AfmBOorv-scfxudyUqC_2vWQ9g9TYC-7snbdK6DBOcFouCU–67g5VGD

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