La reciente escalada del brote de mpox en la República Democrática del Congo, que ha desatado alarmas sobre la vulnerabilidad de los refugiados y desplazados internos, nos enfrenta a una crisis sanitaria que es también una crisis de derechos humanos. La situación en los campos de refugiados y áreas de desplazamiento masivo en regiones como Kivu Sur no es simplemente un asunto médico; es un reflejo de las desigualdades globales y del abandono sistemático de las poblaciones más vulnerables. Las sociedades ya se han acostumbrado a ello, desde que tengo uso de razón, lo vi y lo sigo viendo.
El brote de mpox, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha catalogado como una emergencia de salud pública de importancia internacional, plantea riesgos particularmente agudos para quienes viven hacinados en refugios temporales, sin acceso adecuado a servicios básicos. En estas condiciones, las medidas de prevención y control de enfermedades, como el aislamiento y la higiene regular, no son solo inadecuadas, sino a menudo impracticables. A esto se suma el desafío logístico de implementar campañas de vacunación en un entorno donde la infraestructura de salud está comprometida o directamente inexistente.
Es esencial reconocer que los desplazados y refugiados no son meramente víctimas pasivas de su circunstancia. Su situación es el resultado directo de políticas globales y decisiones que han priorizado ciertas vidas sobre otras. El brote de mpox subraya esta disparidad y nos obliga a cuestionar nuestras respuestas a las crisis humanitarias. ¿Por qué, por ejemplo, la comunidad internacional ha sido tan lenta en responder a estas emergencias en comparación con brotes similares en países con más recursos? Las declaraciones de solidaridad y las promesas de apoyo son habituales, pero la realidad sobre el terreno a menudo cuenta una historia diferente. Los refugiados y desplazados merecen más que simpatía: requieren acciones concretas que aseguren su derecho a la salud y a una vida digna.
Las agencias internacionales, como ACNUR y la OMS, están haciendo esfuerzos significativos para contener el brote y mitigar sus efectos entre las poblaciones vulnerables. Sin embargo, estas acciones son a menudo insuficientes sin el apoyo coordinado de los gobiernos nacionales y sin una financiación adecuada y sostenida. La solidaridad internacional no puede ser solo una cuestión de aliviar síntomas; debe abordar las causas subyacentes de la vulnerabilidad de estas poblaciones.
Con todo, la pandemia de mpox nos recuerda la necesidad de un enfoque más integrador y menos fragmentado en la gestión de la salud pública global. No podemos permitirnos el lujo de ignorar las lecciones de brotes anteriores, donde la falta de coordinación y la desigualdad en el acceso a recursos cruciales han exacerbado las condiciones de las poblaciones ya en riesgo. Las estrategias de intervención deben diseñarse teniendo en cuenta las especificidades de cada comunidad afectada, asegurando que todos, independientemente de su estatus legal o geográfico, tengan acceso a la prevención, el tratamiento y la recuperación.
La crisis de mpox, por tanto, en los campos de refugiados no es solo un desafío médico, sino una prueba de nuestros principios humanitarios y de salud pública, los cuales parece que ya han desaparecido en toda sociedad. Debería servir como un llamado a la acción para revisar nuestras políticas y prácticas, garantizando que la dignidad y los derechos de los más vulnerables estén al frente de nuestra respuesta. Solo así podremos esperar construir un sistema de salud global verdaderamente inclusivo y resiliente.
28/8/2024
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