Un poeta para quien los ojos son las manos de su poesía
Rafael Alberti
Una de las características del mundo en que vivimos es el atolondramiento, la incapacidad de fijar la atención en algo durante más de unos pocos segundos. Este baldón para apreciar las grandes obras de la Historia del Arte o los pequeños detalles, acabará por pasarnos factura. La inteligencia artificial, aunque como el dios Jano tiene dos caras, al menos durante un tiempo, no va a mejorar en nada esta apreciación.
Pensemos un momento en la visita a un museo, El Prado, sin ir más lejos. Los visitantes, como una turba presa de un extraño furor, pasan por las distintas salas sin permanecer en ninguna más de uno o dos minutos, ya sea la dedicada al Greco, a Velázquez o a las pinturas negras de Goya. Cuando salen, tras cuarenta y cinco minutos o una hora y tras haberse hecho varios selfis, afirman que “han disfrutado” de la obra de estos y otros grandes pintores. La prisa, el ir de un lado a otro, sin parar ni pararse lo devora todo, como si de un –agujero negro- se tratase.
Los cuadros como las personas tienen su historia. Hay que saber pacientemente descubrir sus secretos que, con frecuencia, han logrado traspasar largamente la barrera del tiempo.
El matrimonio Arnolfini puede fecharse en 1434. Comencemos esta meditación, señalando que el retrato de un pintor, en determinados momentos históricos, fue una forma de pasar a la posteridad. Arnolfini era un nuevo rico que había logrado lo que antes era privativo de otras clases y linajes. Muestra que estaba movido por un afán de notoriedad buscando esa forma de supervivencia que da el arte.
Jan van Eyck, por su parte, era un pintor paciente e innovador. Supo crear nuevas formas de expresión con sus pinturas, sin desligarse por completo de la tradición a la que pertenecía. Son patentes los rasgos estilísticos provenientes de Pedro Pablo Rubens.
El suyo fue un momento de cambios políticos y sociales significativos. Antes de seguir adelante, quizás sea obligado decir que estaba dotado de una personalidad sólida y a la vez flexible. Pronto aprendió que había llegado el momento de vivir y de pintar “de otra manera”.
El matrimonio Arnolfini es un retrato pintado al oleo sobre tabla. La crítica ha señalado, con fortuna, que es uno de los cuadros de mayor interés del Primer Renacimiento en los Países Bajos. Si se observa con atención, contiene una abundante y rica muestra de hallazgos iconográficos y simbólicos. Hay cuadros que necesitan y encuentran múltiples interpretaciones.
Iniciemos la búsqueda de esos elementos. Representa una boda, aunque investigaciones posteriores han incidido en el falso embarazo de Giovanna Cenami, aunque puede tratarse de una tradición ancestral propiciatoria de fertilidad.
Tal vez, certifica el matrimonio en el que el pintor se presenta como testigo. Por muchos conceptos el cuadro es ambiguo. El perro, desde la antigüedad es un símbolo que representa la fidelidad. Los colores no exentos de simbolismo son luminosos y transparentes, indicando un cierto lujo propio de un italiano que ha ascendido en la escala social.
Me llama poderosamente la atención, lo mucho que grandes pintores han reflexionado sobre esta obra. Se ha dicho en diversas ocasiones que el espejo y lo que refleja, es un claro antecedente de Las Meninas velazqueñas e incluso del espejo en el que se refleja la diosa del amor.
En cierto modo es una escena costumbrista y, al mismo tiempo, mucho más que eso. La “pose” de los esposos, en cierta forma es teatral y ceremoniosa. Es exagerado su hieratismo.
En cualquier caso, puede apreciarse la minuciosidad con la que Van Eyck acumula y describe detalles cada uno con su significado. El espejo está visto desde atrás y la ventana ofrece una visión de Brujas, la ciudad en la que Arnolfini se había establecido y prosperado.
Es una época de transición en la que la burguesía, como clase emergente, ha logrado un bienestar material. De ahí, que se representen objetos que hasta ese momento hubieran sido impensables, como los muebles artesanalmente labrados, la rica y colorida indumentaria, la lámpara…
A la hora de plasmar la realidad, Van Eyck elige una escrupulosa exactitud. No puede pasar desapercibida su preocupación por la luz y la perspectiva.
Las vicisitudes del cuadro son propias de una novela de acción, por su variedad, intriga y alcance. Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos, lo recibió en donación y a su muerte pasó a manos de María de Hungría, lo que supuso que formara parte de las Colecciones Reales hasta la invasión napoleónica. El rumbo errático de esta obra hizo que más tarde, tras la batalla de Waterloo, el coronel inglés James Hay lo adquiriese, vendiéndolo a la National Gallery londinense, donde en la actualidad podemos disfrutarlo.
Como podrá apreciar quien lea estas líneas, la historia del cuadro es inseparable de las vicisitudes europeas de su momento histórico.
Sobre los espejos han escrito y legado perspectivas atrevidas e inolvidables, Charles Baudelaire o Jorge Luis Borges.
Resulta casi paradójico, que sea una pintura tan moderna, siendo en cierta medida fiel a la tradición a la que pertenece. El cuadro contiene diversas hipótesis, unas confirmadas y otras aún por confirmar. Tiene algo de testimonio y algo de parábola.
El tiempo podríamos decir que tiene fronteras y estas por definición son ambiguas. No sería apropiado quedarse en la superficie. La dialéctica conocido/desconocido, es aquí ostensible y operativa.
Un cuadro no pocas veces guarda secretos reprimidos. Jan van Eyck tiene una mirada escéptica –muy moderna por cierto- sobre lo que hoy llamamos “progreso lineal de la historia”.
Tal vez por eso, en cuadros como los Arnolfini hay un afán de superación y una búsqueda de nuevos caminos estéticos, que podrían denominarse, una oscilación entre la seguridad de lo conocido y la inseguridad de lo que está por conocer. Quizás ese sea uno de los motivos por los que “sigue hechizando”.
En el cuadro son patentes diversas dialécticas. Prestemos atención a la del afán de transcender la esclavitud de los convencionalismos y una pulsión innata hacia una estética de liberación. Es, asimismo, apreciable el “choque” entre el arraigo y la lejanía, que dan al cuadro nuevas y enriquecedoras maneras de contemplarlo. El matrimonio Arnolfini muestra a un Van Eyck como testigo y conciencia crítica de una época.
Los hechos históricos son, con frecuencia, crueles. En el arte de la pintura no es infrecuente que una imagen fija se desdibuje y falsee con el paso del tiempo. Es la consecuencia lógica de no atender al proceso sino a un instante del mismo.
Dediquemos una mirada retrospectiva a los protagonistas. Contra lo que parece indicar, los Arnolfini no tuvieron hijos y en cuanto a la fidelidad nos consta que fue llevado a los tribunales por una amante despechada. Esto no solo deshace sino que hace añicos, el significado de una alegoría del matrimonio y de la maternidad.
Como hemos indicado con anterioridad Van Eyck fecha la pintura en 1434, a caballo entre la Edad Media y la Edad Moderna.
Uno de tantos indicios que marcan y remarcan su “estatus”, es que el cinturón que luce Giovanna Cenami, brocado en oro, muestra a las claras un cierto lujo del que se hace ostentación. Repare por otro lado, el lector atento, en la tonalidad del color rojo, símbolo de la pasión o el verde esperanza del vestido de la esposa.
Van Eyck utiliza, quizás por primera vez, los espejos como recurso pictórico. Esta idea y esta concepción del espacio tienen, desde luego, un largo recorrido en la historia de la pintura. Para no hacer más prolija esta enumeración, señalemos que el perro no sólo simboliza la fidelidad, sino también el amor terrenal.
Un dato admirable es que tanto el sacerdote como el testigo “aparecen reflejados en el espejo”. Independientemente, de los múltiples juegos y perspectivas que el espejo inaugura, cabe señalar que la pintura en cierto modo es un documento matrimonial.
De lo anteriormente dicho, puede interpretarse que el cuadro de El matrimonio Arnolfini, testimonia que pudo tratarse de una boda secreta o semisecreta. “Un halo del misterio” sigue envolviendo esta pintura.
Otra dialéctica apreciable es el juego entre lo explicito/oculto.
Una meditación sobre esta obra no se agota fácilmente. Tanto su dimensión estética como la teoría de los valores, ofrecen nuevas perspectivas de análisis, que pueden añadirse a las anteriormente descritas.
El matrimonio Arnolfini ha sido y sigue siendo un diálogo ininterrumpido entre Van Eyck y quien lo mira atentamente. Un diálogo fecundo a través del tiempo. Las fórmulas de ciertos ritos están manifiestamente presentes, pese a “la mordedura del tiempo”. Es digno de resaltarse que se proyecta al futuro sin perder el contacto “con el suelo del presente”.
La pintura es un pájaro que parece dispuesto a emprender el vuelo hacia horizontes más amplios. Es íntima, cercana y pretende “iluminar” a quien la contempla.
Ha sido precursora de muchas cosas, mas antes de que los pinceles expresasen las figuras y las formas, ya “están presentes en la mente del pintor”. Dan prueba de la riqueza de su vida interior.
Un nuevo enfoque analítico que no pasa desapercibido, a quienes gustan de la Historia del Arte, es que pone de manifiesto como el arte flamenco discurría en paralelo –y con influencias mutuas- con las innovaciones que se estaban produciendo en Italia.
Aproximándonos al final de estas reflexiones, quisiera hacer especial hincapié en el tratamiento de la luz y en la perspectiva.
Desde un enfoque sociológico cabe incidir en que la nueva burguesía enriquecida, de los Países Bajos tiene un nuevo concepto de las obras de arte. Piensa –y es una novedad- que el arte es para disfrutarlo y, por ello, lo saca de las iglesias y lo introduce en sus hogares, para demostrar sus gustos refinados y paralelamente su poder económico. El matrimonio Arnolfini es susceptible de muchas más interpretaciones. Las que he ido exponiendo son sólo algunas.
Este breve ensayo y sus derivaciones metafóricas, estéticas y simbólicas son sólo un ejemplo parcial e incompleto de lo que una mirada escrutadora sobre un cuadro puede dar de sí.
Esta aproximación a El matrimonio de los Arnolfini, tiene una estructura en cierto modo circular. Pone especialmente de manifiesto como frente al atolondramiento y a las prisas que nos privan de comprender el significado de un cuadro o el por qué de tantas cosas, merece la pena la atención, el estudio y una disposición a, entre tanto trasiego que no va a ninguna parte, pararse a ver, mirar, reflexionar y sacar consecuencias… abandonando la superficialidad hedonista y haciendo un esfuerzo por salir de “la burbuja” para comprender el mundo en el que nos ha tocado vivir.
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