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El lector arrepentido Un relato de Juan Antonio Tirado

La otra noche soñé que había incendiado una égloga de Garcilaso. El fuego carbonizó a dos pastorcillos, Salicio y Nemoroso, y ardieron decenas de hectáreas de endecasílabos. En el sueño, Gregorio Samsa era mi primo: un mal bicho. Antes de que el incendio estuviera sofocado, telefoneé a Juan Boscán y, junto a él, me personé en la comisaría del barrio, donde tras declararme culpable involuntario de la quema, acusé a Kafka de torturador en serie, al tiempo que interpuse una querella criminal por plagio reiterado contra Homero. Al despertar pensé que estaba peligrosamente enfermo de literatura.

Me levanté, como acostumbro, cuando rayaba el día. Había sido una noche revuelta y tejida de pesadillas. En algún momento estuve convencido de que iba a morir y de que mi alma se fundiría con la de Shakespeare. Después me vi elevado a la categoría de Dios, hecho Verbo en infinitivo, todopoderoso y abrumado de soledad. Cuando salté de la cama, me estudié en el espejo, con miedo de haber sufrido una metamorfosis, pero tenía la misma cara de otros días. Cara de funcionario sin atributos.

Como cada día, durante el afeitado recé la oración literaria:

“Escritor nuestro: Capote puesto; significado: Capote quitado. Padre Cervantes, tú que estás en la gloria, no mires las faltas de sintaxis sino la gracia de nuestras metáforas…”, etc. Hasta llegar al último suspiro: “creemos en Calvino, hacedor y dador de lluvias y trepador por los árboles de la fábula; creemos en Marcel, músico del tiempo ido; en Kafka, notario de infiernos, y en Joyce, el Homero que ve. A todos rogamos, ahora y en la hora de nuestra obra, amén”.

Recé como siempre, pero ese día todo sería nuevo. Estrenaría el mundo. Me quitaría las gafas de lector obstinado y sólo tendría ojos para el paisaje de la vida y oídos para la música que esa misma vida derrocha generosa. Llevaba semanas dándole vueltas a la idea y por fin había adoptado una resolución. Con la firmeza de quien decide dejar el tabaco, tomé la determinación de abandonar la lectura. Las pesadillas de la última noche habían terminado de convencerme: ni un libro más, ni tan siquiera un párrafo: estaba alcoholizado. El color de la mañana, en su hermosa sencillez, me esperaba al otro lado de la puerta. Para evitar tentaciones quemaría los libros, pero eso sería después, porque en ese instante me moría de ansiedad por poner un pie en la calle. Entré en el dormitorio, le di un beso a Mónica, mi mujer, y me fui a darle un mordisco a la vida.

Iba en calzoncillos, descalzo y con una chaqueta amarilla abotonada de arriba a abajo. Cuando pisé la acera me sentí gozosamente libre. El sol de finales de verano lucía radiante. Caminé plácidamente, despreocupado de quienes me salían al paso, lo que experimenté como una novedad, porque, de suyo, soy una persona obsesionada por la mirada ajena. Esa mañana, con el peso del “qué dirán” suprimido, era como si flotara en la levedad de una sensación aneja a la felicidad. Nadie me miraba, cada uno iba a lo suyo, metido en sus negocios y arrastrado por sus pensamientos. Comprendí de repente el absurdo en que había vivido durante años, sometido a una dictadura externa, que en realidad sólo estaba en mi cabeza. También Sartre se había equivocado en eso (pensé), el infierno no son los otros, el infierno es un nido de culebras que uno lleva consigo en su propia cabeza, en ese germen de errores y fantasías que sirve para colocar el sombrero.

No lamenté el tiempo perdido, sino que celebré el venidero, que arrancaba aquella jubilosa mañana de septiembre. Mientras caminaba me brotó una idea: no me limitaría a arrumbar mi febril vida de lector; daría a la imprenta un libro, sólo uno, en el que descubriría las trampas de la literatura, las arteras maniobras de que se sirven los clásicos para permanecer en el podio de la gloria; las mentiras que desde Homero a nuestros días jalonan el universo falsario de la creación verbal. La idea me había llegado envuelta con el regalo de un título. El libro se llamaría Las letras del crimen.

La alegría solo me duró un instante. De repente sentí miedo. Me vi en el centro de la diana de cientos de malvados autores. Allí estaban desde Virgilio a Baudelaire, por poner solo dos ejemplos entre una inacabable lista de facinerosos a quienes habría que colocar un universal “Se busca”, y para quienes no imaginaba final más justo que el cadalso. Naturalmente, el lúgubre don José tampoco escaparía a su merecido, reflejado en su propio apellido. Pero, ensoñaciones aparte, quien estaba en peligro y literalmente espantado era yo: de mi boca no podía salir una palabra sobre el proyecto si no quería que los desalmados escritores me arrancaran la lengua. Mi mano zurciría la obra a oscuras, en una habitación sin libros ni sombra de perfume literario, salvo que quisiera arriesgarme a quedarme manco.

Sacaría el ensayo a la luz con seudónimo o, mejor, como un escrito anónimo, como El Lazarillo, como tantas creaciones que no vinieron al mundo para alimentar el ego de sus autores, sino para servir al público de enseñanza y entretenimiento.

Uno de los novelistas más temidos por mí es Kafka, el creador del infierno contemporáneo: un infierno sin sentido, en contraposición con el averno medieval de Dante, que se rige por reglas morales. Un espectáculo dantesco es terrible, una realidad kafkiana es invivible. Por eso yo no temo a Dante, sino a Kafka. Me horroriza su prosa fría, seca y notarial, tan desangelada. Luego pensé en la pesadilla: ¡Qué absurdo! Y, sin embargo, qué lógico. Si Gregorio Samsa hubiera caído en las manos de Cervantes, este le habría restituido la dignidad de hombre. García Márquez hubiera transmutado su rareza en ingenio y habría hecho de él un mago. Pero en poder del malvado y resentido Kafka, mi infeliz primo estaba condenado a transformarse en un espantoso escarabajo. ¡Dios nos libre del jodido checo!

Liberado por un momento de la sombra literaria, la que quería enterrar, me propuse jugar a guardia urbano. Colocado en medio del gran tráfago automovilístico saqué del bolsillo de la americana un silbato, y acompañé los pitidos con la retórica gestual al uso entre los policías de tráfico. El experimento no duró más de un par de minutos, porque el claxon de los coches formó un concierto infernal, y yo soy poco amigo del alboroto. Coches, mucho ruido y pocas nueces, símbolo idiota de este siglo desdichado (pensé). Y me retiré a la acera donde continué el paseo matinal.

En este punto me sentí un ente ficcional arrancado de las páginas cervantinas y transportado, paródicamente, a esta época fronteriza entre un mundo viejo, de raíz literaria, y otro que nace, antirretórico y de corte informático. Un pobre sujeto perdido entre dos siglos, errante y sin el suficiente juicio como para interpretar las claves de una realidad en cuyas aguas hondas y a menudo turbias no hace pie. Me ahogo, con frecuencia, porque no sé nadar. Pero no es eso lo único que no sé. Tanto ignoro que podría cambiar el Blanco de mi apellido por un No Sé. Un solo sé que no sé, hasta alcanzar el redondo: sólo sé que no sé nada. Pero no llegaré a tanto, porque me faltan motivos y reconocimientos para ingerir la cicuta. A alguna juventud tendré yo que corromper antes de merecer el laurel que coronó la existencia del cristianísimo Sócrates, ese amigo invisible con el que tanto he reído y a quien envidio su don natural para el verbo, su genio de campeón dialéctico. Campeón también en fealdad, Picio de los siglos, solo que al serme invisible, su cara no interfiere en nuestra fecunda amistad.

En estas andaba cuando me crucé con un conocido, un simple, un peatón dubitativo, chismoso y contemporáneo, que se detuvo para interesarse por mí. Persuadido como estaba de que no debía pronunciar una palabra si quería mantener la integridad de mi lengua, me limité a emitir sonidos guturales. Ante la extrañeza del otro, y cuando calculé que no me quedaba otra salida, arranqué a correr, dejando plantado al perplejo interlocutor. Sin reparar en ello había desembocado en el parque en el que casi a diario voy un rato a rellenar las verticales del crucigrama del periódico. Las horizontales suelo completarlas en la oficina. En el parque me siento en un banco, donde me comporto como lo que soy: un ejemplar ciudadano y un escrupuloso empleado bancario, uniformado con un discreto traje y una corbata de colores vivos. Esa mañana obvié los bancos y me acomodé en el césped. En seguida cambié de posición y opté por tumbarme. Y ya tirado sobre el verde me desprendí de la chaqueta y comencé a revolcarme entre jocoso y lascivo. Después me quité los calzoncillos y sentí el infinito gusto de hacer el amor conmigo mismo. Realicé la gimnasia del sexo mientras me servía de musa una mujer de mediana edad, sentada en un banco y con la falda ligeramente alzada hasta una posición que me resultaba tentadora. Eyaculé como un fauno y, desnudo como estaba me di un paseo por el parque en busca del alivio refrescante del agua. Para entonces el sol septembrino de mediodía pegaba con fuerza. El mundo está bien hecho (me dije), Guillén tenía razón. Sí, Guillén, Guillén, ¿de qué me sonaba a mi este? Sin duda lo había consumido, me lo había metido entre pecho y espalda, pero en ese momento se me desvaneció. Guillén tenía razón. De acuerdo, concedamos, para él su razón. Yo habría apostado doble contra nada a favor de las líneas del aire, el color de los árboles y la gracia adolescente del estanque, de forma que al carajo Guillén. En ese momento escuché una sirena de la policía que se acercaba con su canto rabioso y pegadizo. Me supe perdido, aunque por fortuna nadie podría encontrarme un móvil. Carezco de ese sombrío injerto.


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