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Anotaciones sobre Tánger el silencio y las sombras, Poemario de Rosa Amor

Primera parte del prólogo:

Acabo de leer detenidamente el libro de poemas Tánger, el silencio y las sombras. Y comprendo que me hallo ante un poemario grande, creado con mucho sentimiento y añoranza, un hábitat donde se plasman vivencias sentidas. Desde las citas de RAO (el otro yo de la autora) empieza uno a asimilar poemas repletos de amor, añoranzas, visiones de lugares y figuras que conforman una gran poesía. La lectura hormiguea muy despacio por mí, porque estas memorias me conducen a otras que viví otrora, es adentrarse en la nostalgia, aquí un feliz pesar, pero arengo al futuro que está aquí mismo y que espera la llegada del hoy con esas cosas que pasan y que seguramente alguien recordará. Y el hoy es este libro sobre Tánger, cual elucidario porque los poemas esclarecen cosas y explican los adentros del alma de una poeta, Rosa Amor del Olmo, que transmite las sensaciones de la ciudad a la que llega:

a construir sombras

a buscar ficciones

o a encontrar demonios

Y bien que las construye y encuentra, porque:

Aquí no hay sitio para el tiempo

tanto empeño en aislarme

que ante la maraña de presencias

vuelo cual águila reconquistando

secretos que acotan el espacio.

Un espacio abierto por el que se percibe el sabor del “almíbar del dulce existir de calles y callejas que han alfombrado de pasión tu paso” y el perfume de esa “almunia de los ojos que observan sin parar como se construye el alma”.

Verdaderamente estoy ante un poemario de recuerdos muy amados que florecen al vislumbrar desde las entrañas los ambientes de calles y los paisajes bajo los cielos que fueron luz y sentimiento en la poeta. La Tánger cosmopolita e internacional.

Segunda parte del prólogo (Opiniones personales):

Todavía poseo un libro que he tenido en mis manos desde que era niño. Se imprimió en la Imprenta Militar Hidalgo que estaba en la calle Isabel la Católica,  de Madrid, Señera calle matritense en un tiempo llamada de la Inquisición, porque allí estuvieron las cárceles del Santo Oficio. Costó 20 pesetas, vamos lo que hoy sería 0´11 céntimos. Se sacó a la luz en el año de 1948, mi padre lo compró en Casa Boix, librería-papelería situada en la entonces Avenida del Generalísimo de Melilla. Está firmado con el seudónimo de “El Hombre de la Calle”, que lo dedica con entusiasmo al Teniente General García-Valiño, combatiente en las guerras del Rif y Civil, que posteriormente fue Alto Comisario de España en Marruecos y uno de los pillados en el caso de corrupción de Sofico. Murió casi olvidado, quizá porque esbozara cierta crítica hacia el régimen franquista del que chupó y obtuvo frutos.

Este libro siempre ha estado en casa. Melilla. Granada. Madrid, sobreviviendo a sus múltiples viajes y mudanzas. Después de la muerte de mis padres se quedó conmigo, quizá porque como me gustan tanto los libros quiso permanecer a mi lado. Al hojearlo de nuevo he sentido que todo un pasado oscuro, pero añorado  ha penetrado en mí y ha avivado mis recuerdos. Sus páginas transmiten la historia de España en relación con sus actuaciones en el Norte de África, la historia de lo que fue el Protectorado español y la de Tánger, como ciudad diplomática de Marruecos, que llegó en 1830 a tener consulados de Cerdeña, Dinamarca, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Portugal, Suecia y Toscana. Ahí se narran los avatares de la ciudad que soportó los bombardeos de la escuadra francesa en 1844 por un incidente acaecido en la frontera argelina, y que acabó con la firma de un tratado de Paz entre Francia y Marruecos. Y se detalla el contenido del Estatuto de 1912 donde España y Francia se dividían el territorio, quedando el área del Rif como zona española bajo la autoridad del Jalifa y la francesa del Sultán que residía en Fez. Se firmó un convenio para la mayor seguridad de la navegación y convivencia en los puertos y se reglamentó el faro del Cabo Espartel y el Consejo Sanitario de la ciudad. Con la Gran Guerra la influencia francesa, con el apoyo de Inglaterra, pasó a mayores y dio al traste con las aspiraciones españolas, que vio como a finales de 1923 con el nuevo Estatuto se internacionalizaba Tánger, ratificado en mayo del año siguiente, hecho que supuso no pocos contratiempos e intranquilidades a la diplomacia española, siempre a la deriva desde finales del siglo XIX. El norte de África y Marruecos en manos de otros dueños, como en estos tiempos en las de la dinastía Alauí, pero siempre tierra atractiva por su luz y su penumbra y siempre mísera con sus gentes buscando una libertad que nunca les llegará. Un contenido detallado, aunque tirando para casa, y una documentación exhaustiva completan las 190 páginas que forman la historia o intrahistoria de un libro que siempre he tenido a la vista en las estanterías en que mi padre los colocaba cuidadosamente. El poemario de Rosa me lo ha traído a la memoria, sobre todo, me ha hecho  recordar aquella larga visita que hice a Tánger en mi juventud.

Durante la primera semana de mi estancia observaba a los habitantes de rostros cetrinos, se les notaba de lejos, solo con percibir su ropaje y verlos caminar sobre la tierra blanquecina. Tenía todo el tiempo del mundo para pasear por sus calles pintorescas de las que eran dueños los indígenas de la ciudad, ahí estaban los moros con su morería, los hebreos desaseados con su alma de Jehová y el bolsillo para la vianda y los cristianos, con la mirada oblicua y poderosa, como si su dios fuera el único que penetra en el alma de las gentes. Los rifeños se tocaban con el fez rojo, negro o azul recolocado. Las moras tapadas con sus jaiques de algodón blancos. Las tiendas con sus tenderos barbudos y tipo gordito relleno. El Zoco chico, mucha palabrería y animación, se charlaba por doquier, se fumaba en demasía, kif, tabaco, cáñamo índico y salvia, con la pipa de Valle Inclán. Se saboreaba café con posos y té con yerbabuena, mientras el calor derretía las trolas que resonaban en la atmósfera. El Zoco grande, rodeado de tenduchas, freidurías que despedían el sabor de las gallinejas, pastelillos y buñuelos, y un pavimento lleno de porquería, que se mezclaba con el aroma del aceite de argán. Los camareros descalzos lo mismo servían lentamente a los que se sentaban en una silla de anea que a los que se doblaban en una esterilla. Los mendigos eran fantasmagóricos, como si hubieran salido de sueños terribles; se iban y tornaban, parecía que se habían evaporado y al rato regresaban y volvían a extenderte las negruzcas manos, aparentaban ser sombras de huesos haciendo eses por las calles, cuando miraban sobresalían unos ojos sin piel y una nariz respirando el sabor de la auténtica pobreza. Yo iba a encontrarme con un tío segundo al que conocíamos como el Tío Vera, un republicano de pro que si no huye de aquella España naciente y, para algunos, nueva, hubiera acabado en algún que otro paredón de exterminio. Pasó por algunos campos de concentración franceses en la zona de Argelia, librándose, no sé cómo, de las reclamaciones de deportación que exigía el gobierno franquista. Se ubicó cerca de Oujda, en Jerada, una pequeña ciudad del este de Marruecos, donde trabajó en las minas de carbón. Con su espíritu inquieto el ambiente en Jerada se le quedaba pequeño, y cuando pudo, se marchó a Tánger, donde casó con Paulette, una veterana francesa antijudía y embelesada de los españoles. Tres años duró aquel raro matrimonio ya que la pobre se fue al otro barrio de un cáncer y el viudo, con lo que él guardaba y lo que heredó de Paulette, vivía pero que muy requetebién: compraba la España de Tánger y no faltaba a ninguna función que ponían en el Teatro Cervantes. “¡Dios!, qué buen teatro, un señor teatro de 1400 localidades y buenas butacas”, me decía exultante. Me insistía: verás el rostro feliz de la gente al levantarse y al ponerse el telón rojo. Era de los que recorría los interiores desde el vestíbulo, los baños, las cerámicas con escenas de Don Quijote y también era un adicto de la algarabía de la ciudad que no llegaba al millón de habitantes, pero con gentes bullendo por todos los lados, sobre todo, españoles y franceses, aparte de los indígenas. En este gran teatro actuó Caruso, las grandes de la escena española, María Guerrero y la republicana Margarita Xirgu. Después, Imperio Argentina y cuando la época del Protectorado pisaron las tablas Estrellita Castro, su ahijada Carmen Sevilla, Manolo Caracol, Juana Reina y el rey de los “angelitos negros”. “A todos éstos los vi actuar”, concluía. Yo le conté que hacia 1910 también pisó ese escenario el más insigne novelista español, Don Benito, que pronunció una conferencia alabando el republicanismo.

El Tío Vera saboreó la Tánger cosmopolita, la que se inició en la Dictadura de Primo de Rivera y terminó en 1956. Me parece estar oyéndole contar sus hechos tangerinos: “Los primeros días de mi llegada fueron de incertidumbre, pero ésta se convirtió en tranquilidad después de conocer a Paulette. Ella se lo sabía todo de la ciudad y se comunicaba estupendamente con marroquíes y hebreos. Dominaba el francés, su idioma, el español y el cherja, modalidad de bereber, y comprendía el árabe marroquí. Una políglota, eso era Madame Paulette. Algunos fines de semana me acercaba hasta el cabo Malabata frente al Estrecho a buscar algún montículo para intentar divisar las costas de la península que en la lejanía podían distinguirse las montañas atezadas. Casi todos los días pasaba por el puerto y con el buen tiempo iba a las playas de aguas frías y olas que bien sabían embestir. Cuando me fui a vivir con Paulette estrenamos una de sus casas que había adquirido en la calle de Sevilla, en pleno barrio español. Era mayor que yo, pero no importaba, hasta en la cama me superaba. Salíamos al teatro, a los cafés, a las tiendas de la Medina como la sombrerería de Mariquita Molina, la madre del novelista Ángel Vázquez, al Zoco de Barra en la gran plaza abierta, al Zoco Chico y por los alrededores de donde estaba el garaje España con sus talleres de forja y tenduchas en las que encontrabas lo más extraño. A veces Paulette viajaba hasta Gibraltar donde estaba el gran comercio para comprar ropa y yo me quedaba deambulando por una Medina que borboteaba, a tomar algo y a ver qué pasaba. Por allí había una tienda de babuchas donde adquiría tal calzado que pronto y bien me acostumbré a él, como a vestir con el caftán de algodón o seda, abotonado por delante. Cierta vez que Paulette tuvo que alargar el viaje de vuelta, porque había quedado con unos familiares franceses en Madrid, y después tuvieron que marchar hasta Hendaya por algo de una herencia, casi mes y medio, se me ocurrió meterme en los andurriales de la comunidad judía y conocí a una bella hebrea que hablaba la yaquetía, una lengua judeo-hispana, tenía los ojos negros y los pechos rebosantes que restregué en mi torso anhelante y pasó lo que tenía que pasar que cogí el morbo céltico. Tuve bastante suerte porque un médico inglés, que me presentó un conocido que escribía en ‘La España de Tánger’, no sé qué tratamiento me puso que para cuando volvió la francesa me habían desaparecido las llagas y sarpullidos. Durante el tiempo de su ausencia me fijé más en la ciudad de lo que lo había hecho anteriormente. En ella de continuo pasaban, deambulaban, gritaban y se movían con una rapidez inusitada los moros con su capa blanca de hilo y un capuchón que siempre llevaban puesto. Grupos de niños husmeándolo todo, sin dejarte respirar, perros rabilargos y esqueléticos, gatos huraños y esmirriados. En cada esquina o a mitad de las calles tropezabas con personas acurrucadas, parecían soportar un interminable letargo. Te cruzabas con rostros de toda índole, negros, rosáceos, blanquecinos, amarillentos, oliváceos. Los hombres por lo general flacos con las cabezas al cero o adornadas con largos tirabuzones, las mujeres sin cara, tapadas con un velo celeste, ocre o encarnado, los niños con frecuencia sucios y encapuchados, lo mismo pelados a rape que con largas trenzas, los viejos parecían pasas de Corinto, como si tuvieran encima de sus pellejos un polvo plúmbeo, las viejas liadas como en una sábana que debió ser blanca alguna vez. Todos expelían una tristeza inexplicable. Basuras y heces por doquier en las callejuelas heteróclitas con el piso de barro, estrechas y tortuosas en las que asomaban unas casuchas con largos corredores o edificios pequeños y cuadrados encalados de blanco, con las puertas estrechas que para pasar había que ponerse de canto. Las fachadas se ornaban con un ajimez, ventana  con dos aberturas  separadas por una pilastrilla en medio o parteluz. El olor a ajo, a humo, a resina, a benjuí, al pigmento de alfarería que llamaban almazarrón era tan fuerte que había vencido al aire. La plaza principal es rectangular con tugurios y tiendas con toda clase de utensilios árabes. La fuente siempre rodeada de hombres y mujeres, sobre todo negros, ocupados en rellenar odres y alcarrazas de arcilla para el agua. Y entre tanto ir y venir sobresalía la belleza de los minaretes de las mezquitas y las palmeras con sus ramas caídas y sus dátiles en flor”.

Así era la visión del Tío Vera del Tánger que él conoció, distinto del de hoy día, aunque el núcleo de la Medina y la Kashba, no ha cambiado mucho. Casi una década después, ambos en Madrid, le regalé la novela La vida perra de Juanita Narboni de Ángel Vázquez, en la que relata a través de un monólogo interior la intrahistoria de la Tánger internacional, de la amalgama de culturas y religiones en unos momentos en que la ciudad está perdiendo su encanto. Fue Ángel Vázquez un buen novelista con sino fatal, se le trató de escritor maldito, uno más en la historia literaria española. Había conseguido el premio Planeta en 1962 con Se enciende y se apaga una luz, pero las desdichas familiares, la inestabilidad y las deudas le abocaron al fracaso. En 1980 falleció de un infarto en una pensión, pobre, solo y alcoholizado, con el estado anímico por los suelos, con decir que fue el editor Lara de Planeta quien costeó el sepelio demuestra la decadencia a la que llegó.

Tras aquella estancia me aficioné a La España de Tánger, aquel periódico que no sé cómo llegaba a mi casa y leía con avidez porque reportaba aires frescos a la oscura prensa española de aquellos años. De “maravillosa rareza” lo tildó el escritor Javier Valenzuela, autor de la novela La Tangerina, que se desarrolla precisamente en Tánger. Fue un periódico fundado en plena guerra civil en lo que era Protectorado español, quizá para propalar las virtudes del Alzamiento Nacional. Lo cierto que Tánger tenía una tradición periodista bastante motivadora, ya desde el siglo XIX circularon diarios como Al Mogreb Al Aksa, en el primer tercio del siglo, o el satírico La Africana en el último tercio. Como El Eco Mauritano, fundado por judíos tangerinos. Luego descollaron La Crónica, El Porvenir y El Heraldo de Marruecos, incluso existió un semanario, Democracia. Se fundó en 1938 cuando el coronel Juan Beigbeder era Alto Comisario en el Norte de Marruecos. Gregorio Corrochano lo dirigió y lo posicionó hacia otros derroteros tras la derrota de Hitler. Era un diario tolerante, que propalaba la cultura y se fomentaba la armonía entre los judíos, musulmanes y cristianos. Se contrató a periodistas republicanos que fueron a refugiarse al otro lado del Estrecho y convivieron con los franquistas también en armonía. Aunque para nada se criticaba al Régimen, resultaba ser un mito para los demócratas, pero ahondaba en las noticias internacionales y fomentaba con profusión las culturales. Estaba al lado de las democracias vencedoras de la Guerra Mundial. Fomentaba el cine, la literatura, la música de EEUU, Francia e Inglaterra. NO había censura. Divulgó con profusión la concesión del Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez en 1956, exiliado en Puerto Rico. Eduardo Haro Tecglén fue el penúltimo director nombrado en 1967, cuando se desarrollaba la guerra árabe-israelí. Cuando acabó el periodo Internacional y la ciudad se incorpora a Marruecos gran parte de los habitantes marcharon, sobre todo los judíos., europeos, usas. Hasta 1958 Tánger era una ciudad Internacional en los primeros 60 años del siglo XX, dirigida por siete potencias entre ellas España. Se daban informaciones que no se podían leer en otros periódicos de la península, bastante oscurantista y censurada. No sé quién dijo que el periódico español era una luz en la oscuridad de la prensa del país. Daba un punto de vista distinto, liberal, pero no con la acepción que proponen en la actualidad algunos políticos. En sus páginas se revelaba la historia, las vicisitudes, los modos de la vida, y la de Tánger por sus características sociales y cosmopolitas plasmaba un matiz excitante y cautivador.

Tercera parte del prólogo:

Ya dejo la historia y los cuentos para regresar al libro, al gran libro de Tánger, el silencio y las sombras, poemas que han avivado mis memorias. Es como si el conjunto de versos fuera un canto, la canción de Tánger, la canción de una ciudad, que es tuya. Tánger, tantas veces transitado por sus vericuetos callejeros y rincones en los que podías hallar algún que otro enigma: Hay ojos tan ciertos / como amor en el viento tempestuoso / de estas calles donde la naturaleza / inventa los espejos del hombre. Porque Tánger, una “ciudad toda blanca” con un “cielo siempre azul”… “son una imagen de la paz inalterable y monótona que para cuantos habitan este país viene a ser paulatinamente el supremo deseo de la existencia”, que así la presintió y describió Edmundo de Amicis en su libro de viajes “Marruecos”.

Son calles animadas donde Unos van otros vienen, / todos son uno / doquiera puedan ir sin que nadie / en absoluto, dirija sus pasos. Y donde la poeta busca a conciencia el lugar anhelado, como cuando se desliza por el boulevard Pasteur:

Quiero el boulevard donde encuentro

míticas almas que van sin rumbo…

Mientras tu corazón palpita bajo su tierra

de proscripción para todos.

Es el instante de rodearse de una felicidad completa:

He respirado el aroma de albor

de una luz inexplicable en las cavernas

ocultas tras las puertas del barrio.

He probado el almíbar del dulce

existir de calles y callejas

que han alfombrado de pasión

tu paso.

Y en las calles están los encuentros y las recorre sin poder respirar, porque:

El viento no corre hoy,

tan solo el olor de flores de primavera

que juegan con los tristes cabellos

de aquella esquina sempiterna

de adoración absoluta.

Pero Rosa Amor persiste en su peregrinaje tangerino, indagando en el silencio y las sombras de la ciudad que ama, a la que regresa y dedica su añoranza:

He paseado por una Medina azul

de cantos y maldades

de encuentros y desencuentros

de mil lenguas que se pelean

Como en un Babel sin Dios.

He preferido salir a buscar

mi otro yo desaparecido

en la Kasbah de un corazón errante.

Paseos solitarios “por las dunas del amanecer” para avistar de lejos el bello alminar de una mezquita ocre o colorida, con los susurros coránicos en sus paredes, desde el que el almuédano “no cesa de emitir / mariposas de verdad / en el canto de las alondras”. O dirigirse con pasos lentos, que parecen saltitos en el aire, al Mirador para otear que:

La playa desnuda su verdad

cuando el caminante se busca

en el agua, en una brizna de encuentro.

Y presentir que:

Predios, heredades y amores

han construido la almunia

de los ojos que observan

sin parar como se construye

el alma.

Vuelvo a recurrir a D´Amicis para describir la ciudad desde las alturas:

“Desde aquella eminencia se abarca con la mirada toda la ciudad de Tánger, que se extiende a los pies de la muralla de la alcazaba y trepa sobre otra colina. Involuntariamente se aparta la vista de aquella inmensa y deslumbrante blancura, solo interrumpida aquí y allá por las manchas verdes de alguna higuera aprisionada entre las paredes”.

Una caminada enamorada por la urbe de la que “el sol no quiere partir y la noche tan solo hace preguntas incontestables…” donde “se borran las distancias y se ofrecen manjares y salutaciones

Aborda las calles, como en la tarde de la búsqueda de lazos para las labores de adorno y para saborear:

El color de las tiendas ha podido con la desidia.

Hay gozo en las voces de los hombres

que custodian el alodial de los sentimientos

de mujeres y de niños, porque sí.

Las calles van poblándose, poseen una esperanza vivencial, las envuelve un duende que las personaliza. De sus suelos se levantan edificaciones de todo tipo, cafés, tiendas y en sus aires aletea aliento humano. El Café París, el Café Hafa donde “una sura antigua recompone el mundo”. El Teatro Cervantes resistiendo en el tiempo,

Me toca esculpir las sombras

de los que aquí viven como héroes

de piedra, como tú que ahí sigues.

La voz propia de nuestra poeta entrega, por un lado, unos versos de una elegancia expresiva y  apasionada y, por otro, de un primor intimista y meditativo. El “yo poético” experimenta y siente, su acercamiento al paisaje urbano origina unas metáforas que no son subjetividades, todo lo contrario, pues con la pericia estética con que se realizan, alcanzan una existencia objetiva. La autora se  propone en sus sendas personales que el yo poético exprese situaciones que puedan ser generales a las de los lectores, buscando una complicidad. Cada poema proviene de la evocación personal de Rosa Amor, cada historia esbozada nos inmiscuye en su identidad, que transmite todo el sentimiento que habita en cada uno de sus poemas. Y aún más, descubrimos una poesía comprometida con el mundo que le rodea, en el que, a veces, se siente crítica, pero, sobre todo, solidaria. En las calles con su algarabía perenne resurge su inspiración. Por el Gran Zoco el “Trajín va y viene, voces escucho / los colores no se despegan, / quiero asirlos para decorar mi alma / navego entre versos de olor / entremezclada como una más”. Idéntica algazara y bulla hallamos en la calle Méjico:

En cada rincón una incontable historia,

tal vez de amor o de sufrimiento

extremo.

Hay verdad en ese bullicio, hay vida,

solidez que vuelve una y otra vez.

Aquí están esos tientos de juegos

que envuelven y juegan a la verdad.

Igualmente al caminar por el Zoco Chico donde pululan las “frases inconexas, humo y olor / a hierbabuena” y se apedrean los “relojes altaneros / que golpean una y otra vez”.

Los temas casi siempre están tratados desde la nostalgia del paso del tiempo, pero también con el gozo y el deseo de vivir lo que el pasado fue:

Las arterias de tu ciudad

son los torrentes de mi corazón,

pero son avenidas del ayer

donde caminaba huyendo

de unos espíritus que se esconden

y no vuelven a ser.

Unas veces la expresión es ferviente y arrebatadora, así lo muestra la descripción del Mercado:

Qué es este bullicio de almas

de primavera árabe.

Hay un olor de sangre en ese mercado

de zocos y lenguas y cabezas

que vienen detrás sin dejarme respirar.

O en los poemas titulados “La primavera árabe” donde atisba “la raza / en la que he caído postiza”. Y “Avenida de Mohamed VI”, donde “todo es posible”.

Otras, y con más frecuencia, la expresión se sosiega y se objetiva. Es entonces cuando su palabra adquiere un significado concreto y describe exactamente la sensación o el pensamiento que la poeta desea comunicar. Tal ocurre, por ejemplo, en el poema  “Por la Avenida”, envuelto en la nostalgia de lo que fue, donde se contempla a un fraternal conservador que hace que la infancia no olvide, que la memoria perciba “el olor de viento de levante que susurraba en los oídos”.Versos exprimidos de un regocijo, espontáneos a veces, grandísimos otras, como cuando dice:

He vuelto al silencio

de este Tánger que guarda

en sus paredes

recónditas fábulas que van y vienen

por los rincones de esta ciudad

que en la noche busca

las sombras de lo infinito.

Estrofa donde germina la denominación de la obra, el regreso al silencio de la ciudad que busca las sombras… la ciudad a la que llega para quedarse: “Entre los muros de esta Kasbha / de amor y desamor / de entusiasmo eterno / y de esperanza amodorrada / en el estanque de la memoria”

El tiempo parece escaparse, pero no, está la memoria para recobrarlo. Y bien que lo realiza, porque lo vive con todo el brío de su propia existencia:

Aquellos tiempos no volverán,

pero la resaca de sentir, perdura en cada

instante

que descubro,

parada ahí, delante de la aurora

con la piel escareada.             

Y con toda la vehemencia:

¿Cuándo volveré al regato infantil,

esmerilado

de surcos felices y amables

de olor a especies de color azul,

azulísimo añil que no se va?   

Dudas que pronto quedan apaciguadas, porque hay una clara y saludable intención de que la geografía real de la ciudad no desvanezca y nunca se quiebre:  

Yo vivo en el presente de lo pasado

y feliz busco fiel en las aguas

la existencia.       

Y sobre todo, porque este recurrir a la ciudad personificada significa asumir la propia fantasía, que se vislumbra a través de las metáforas que recrean un nuevo entorno, en el que se origina una ciudad funcional, dinámica y en continuo movimiento, en donde hasta lo efímero se realza, como ese Teatro Cervantes o ese chaflán del edificio que albergó el diario España de Tánger. Por tal motivo dirá:

Nunca me he ido de estas tierras

nadie que ha estado se muere

sin volver a pensarlas.   

Arraigo permanente que ha fraguado en su cuerpo, porque ha decidido asentarse en esos “brazales / de amor y arena, de piedra y canto, / de amor y desamor”. Sitios que quedaron enraizados en su alma desde la niñez:

No podré jamás olvidar el aire

de tonalidad circuncisa,

el aire de azúcar, que amable viene a abrazar

al extranjero…

El discurso poético presenta un tiempo exterior, objetivo, donde se organiza la sucesión de paseos por las calles tangerinas, los edificios, los cafés, el cinema Rif, Morocco club, los hoteles, como el Minzah donde:

El azul y el albero han querido

venir conmigo al blanco de mi vestido.

Y yo, agradecida susurro al viento

que mañana vuelva a amanecer

en el rojo que tiñe el agua

del sacrificio de la historia.

Tiempo exterior que abarca también la Medina, el cabo Espalter, la punta Malabata en la bahía, la muralla, el mirador, el mercado, la necrópolis, los zocos, el puerto, los pueblos cercanos con sus jugosas playas, como Merkala o Sidi Kankouch. O el que abarca a personajes, como Abderramán III o el pintor granadino Mariano Bertuchi, fallecido en 1955, después de desarrollar una más que excelente labor pictórica en el Protectorado. Pero existe otro tiempo, el interior, conformado por todos aquellos ingredientes con los que nuestra poeta palpa el transcurrir de la ciudad. Son poemas llenos de sentimientos, cavilaciones, sentencias y aspectos de la vida cotidiana.  En este tiempo interior es en el que la autora organiza sus impresiones e impactos íntimos.

La voz apasionada de Rosa Amor rememora con nostalgia inusitada la ciudad de Tánger donde transcurrió un tiempo feliz. Nos invita a que compartamos con ella la visión urbana y las reflexiones que surgen sobre hechos misteriosos que nunca dejan de sorprendernos.

Tal es este Tánger, el silencio y las sombras, libro con una distribución poemática que anima la sucesión temática que va implícita. Rosa Amor del Olmo repara en los motivos que su corazón aprecia y los expone en ese marco tangerino donde adquieren una personalidad intensa para siempre. Y pienso que nunca Tánger será tan maravilloso como cuando Rosa aspira el sabor de la ciudad, cuando camina por sus calles, cuando se adentra en el Zoco Grande o el Chico, o llama a esa Puerta alada que se abre a sus sensibles pasos.

José Luis Miranda Cruz


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